Popi, Josecito Y el limón

Por Emilio Di Tata Roitberg

Popi, Josecito Y el limón

Una pinta que lo ves y te dan ganas de salir corriendo: nariz aplastada de boxeador, cicatrices, una cara de Mara Salvatrucha que ni le hacen falta los tatuajes. ¿Quién va a decirle que ahí no se puede vender? ¿Quién va a pedirle el certificado de bromatología, o la habilitación municipal? Al lado del chulengo tiene un garrote del tamaño de un bate de béisbol, y nadie duda que está dispuesto a usarlo. La vez que quisieron levantarle el puesto, hace como diez años, Popi amenazó con degollar a los inspectores. Les dijo que sabía dónde vivían, dijo que iba a ir a buscarlos. Varios hippies de la feria artesanal se acercaron a darle su apoyo, porque Popi les fiaba un chori cuando andaban en la mala, y también lo defendieron unos mochileros alemanes que se habían aficionado a sus delicatessen. La sangre no llegó al río. Los inspectores se fueron por donde habían venido. Los policías miraban.

Dos choripanes, por favor.

Se forman largas colas frente al puesto de Popi cada mediodía, en la Suiza Argentina, la Capital de los Lagos del Sur. Locales y turistas esperan bajo el rayo del sol, al azote del viento o los copos de nieve para degustar de sus célebres emparedados criollos.

Mil doscientos, dice Popi, que entrega los choripanes y el vuelto, dando por terminada la transacción. Ni gracias, ni que lo disfrute, ni hasta luego. Él es así. Al que le guste bien, y al que no…

Yo ni loco voy a comprar ahí. Es un marginal, un delincuente. Está arreglado con los políticos, por eso no lo tocan.

Sí, puede ser. Pero tiene muy buenos chorizos, y no te mata con los precios.

¿Y eso qué tiene que ver? No entrega boleta, no paga un puto impuesto. ¿Cómo es que sigue ahí? Está entongado con la policía. Es el choripanero de la mafia.

Popi tiene su puesto en el centro neurálgico de la ciudad, desde hace casi veinte años. Ya es una atracción turística más. Junto al cartel con su nombre se ve una imagen del Che y otra de Bob Marley, una estampita de Gardel y otra de las Malvinas; una foto de Messi y otra de Diego y Guillote. Todo suma. En los últimos años Popi empezó a usar una vincha al estilo mapuche. Pensará reclamar como territorio ancestral el metro cuadrado que ocupa su chulengo. Seguirá resistiendo los ataques del huinca.

No es un mal hombre, tuvo una vida complicada. ¿Y eso qué tiene que ver? Le mataron al hijo… ¿Ah, sí? Fue ese chico que le explotó la granada, ¿no te acordás? Sí, me acuerdo. No sabía que era el hijo del Popi. Era el hijo de Popi, sí.

Lo de la granada fue muy comentado. Fue un asunto que hizo ruido, valga la ironía. Pasó hace como veinte años, aunque en no en el centro de la ciudad. No en la Suiza Argentina, sino en los arrabales de El Alto, en la zona de los monoblocks. Unas conejeras de hormigón rodeadas de baldíos, de ranchos de madera y casas sin terminar; de calles de ripio, que con el viento se vuelven un tierral; de autos que se resisten a abandonar el parque automotor, de Brahma de litro, y cumbia a todo volumen… La Angola Argentina. Un sector que no suelen visitar los turistas extranjeros, ni falta que les hace. Es ahí, en El Alto, donde viven las mucamas de los hoteles y las cabañas de alquiler, y los peones de la construcción, que levantan bloque a bloque los edificios a orillas del Lago; y los mozos de las cervecerías, y los taxistas: las abejas obreras de la colmena, los que viven de las migajas del turismo, de los caprichos de la casta política y de las fluctuaciones del Mercado.

La desocupación pegó fuerte al inicio del milenio en toda la Argentina y El Alto no fue la excepción. El tejido social se hizo hilachas, la droga dejó de ser un fenómeno marginal. Por el control de la venta al menudeo se disputaban el territorio dos bandas, una de este lado de la Ruta 258 y otra del lado de enfrente. Chiquitaje. De un lado mandaba el Popi (que aún no se había convertido en el choripanero estrella) y del otro Josecito, un… (no voy a decir enano, porque no se puede) un hombre de presencia imponente, pero de estatura mucho menor a la promedio, que tenía un kiosco de golosinas frente a la Comisaría 82. A diferencia de Popi, que parecía un indio recién bajado del caballo, Josecito tenía el aspecto de un conquistador español, un Hernán Cortés de 90 centímetros: pelo negro peinado para atrás, barba candado, ojos color azabache. Josecito había apuñalado a un par de sus rivales, razón por la cual algunos lo apodaban el Chucky, en referencia al muñeco asesino de las películas de terror (un apodo que no prosperó). Josecito era todo un don Juan. Lo que le faltaba en estatura le sobraba en encanto. Sus andanzas amorosas eran un martirio para su esposa, que era de talla normal, y muy bella mujer además. Josecito tenía un hijo, Axel, un gordito más bueno que el pan, que en su adolescencia empezó a consumir las mismas substancias que vendía su papá. Pese a su naturaleza letárgica y bonachona Axel pasó a formar parte de Los Tigres, la pandilla de este lado de la ruta, que mantenía una disputa permanente con Los Esqueletos, los patoteros del lado contrario. Volaban los tiros, prendían fuego alguna moto. La violencia iba escalando. Hubo un pandillero atropellado a propósito, y otro que quedó paralítico a raíz de una golpiza. ¿Tenían control Popi y Josecito sobre su propia tropa? Un odio primitivo parecía mover a los muchachos, un instinto tribal que desafiaba cualquier barniz de civilización. En una escaramuza el hijo de Josecito fue secuestrado y al día siguiente apareció severamente mutilado, con un cuchillo clavado en el cráneo. Un acto de sadismo inaudito, del que se responsabilizaba a Facundo, el hijo mayor Popi. Una ofensa como esa no podía quedar impune. La sangre pide sangre. La noche del funeral de Axel, alguien enviado por Los Tigres cruzó la ruta y fue puerta por puerta avisando a los vecinos que esa noche no salieran a la calle. No querían víctimas civiles. Los Esqueletos se pertrecharon en su sector, listos para resistir. No iba a ser el primer tiroteo que tuvieran con sus colegas del otro lado de la ruta. Pasaron las horas. Cerca de las seis, cuando ya pensaron que el peligro había pasado, y que Los Tigres habían arrugado, se armó la batahola. Hubo gritos y corridas. Sonaron los disparos, que hicieron más ruido que daño. Facundo dirigía la defensa. Los Esqueletos lograron rechazar a Los Tigres y arrinconarlos en la placita de las hamacas. Escasos de municiones, los invasores comenzaron a lanzar piedras. No parecían tener nada más. Amanecía. Confiados, Los Esqueletos avanzaron, con Facundo a la cabeza. ¡Cuidado!, gritó uno del grupo, cuando un objeto cayó entre ellos, rebotando contra las baldosas. No se trataba de un cascote, esta vez, sino de una bolita verde, del tamaño de un limón. Un artefacto que ninguno de ellos había visto en vivo y en directo hasta entonces, y que era lo que parecía: una granada. Haciéndose cargo de la situación, Facundo la levantó y se dispuso a devolvérsela a sus atacantes, algo que a menudo se ve hacer en las películas de acción. Una proeza que, a menos que uno sea Rambo o Schwarzenegger, es preferible no intentar.

La explosión se escuchó de este lado de la ruta y de aquel. Los vidrios de las ventanas temblaron. El hijo de Popi quedó tendido sobre el patio, chillando como un marrano. Su mano derecha había desaparecido, y todo el antebrazo. Las esquirlas arrancaron parte de su pierna y del abdomen. La ambulancia tardó una bocha en llegar, por la natural ineficiencia del servicio de emergencias o porque (según se dijo después) Facundo era tan detestado en el barrio que los ambulancieros (que también eran de El Alto) lo dejaron que se desangrara todo lo posible. Aún respiraba cuando llegó al hospital, aunque era poco lo que los médicos y enfermeros pudieron hacer. ¿De dónde habían sacado esos maricones de Los Tigres una granada? Un gendarme se la había vendido a Josecito, según se comentó después, era parte del material secuestrado que tenían en un depósito. Hubo allanamientos, las autoridades se propusieron terminar con la violencia entre pandillas de una vez y para siempre. Era mala publicidad para el turismo, por más que todo hubiese sucedido en un barrio marginal. Popi desapareció de El Alto y poco después montó su hoy ya célebre puesto de choripanes el centro. Josecito cerró su kiosco y se separó de su mujer, o ella lo echó. El pequeño Casanova incursionó en el rubro de los remises clandestinos, por unos años, y ahora se dedica a la compraventa de divisas en la Calle Principal. ¡Dólares, reales, pesos chilenos!, se lo escucha vocear. Josecito es lo que hoy se conoce como un arbolito (un arbusto, en su caso). Está algo más rengo y achacoso, aunque su pelo y su barba siguen tan negros como siempre. En los momentos en que no hay clientes se poner a charlar con alguna chica, promotora o turista. Sigue siendo un seductor. La esquina en la que realiza sus transacciones está a menos de 200 metros del puesto de choripanes de Popi, que tiene una calificación de 4,7 estrellas en Trip Advisor. No sé si se cruzan alguna vez, si intercambian un saludo. Tal vez tuvieron una reunión secreta, como los Corleone y los Tattaglia: tú perdiste a un hijo, yo perdí a un hijo, estamos a mano… No lo sé. Las actividades delictivas de Popi y Josecito quedaron atrás, y hoy ambos forman parte del comercio legal de la ciudad (bueno, casi). Mientras escribo esta crónica voy a comprar un choripán al puesto de Popi, para ver si son tan buenos como dicen. Y sí, son excelentes, y a un precio razonable. Me siento a degustarlo en un banco del Paseo de los Artesanos. Como un Deus ex machina aparece un amigo y me cuenta que se armó tremendo revuelo en la Calle Principal. ¿Qué pasó? Un ladrón quiso asaltar al enanito que cambia dólares frente a la Galería de la Luna. Casi me atraganto con el choripán. ¿A quién? ¿A Josecito? No sé cómo se llama, dice mi amigo, el petisito de bigotes. ¿Y? Se lo llevaron en la ambulancia, al chorro. El chiquito lo apuñaló.

 

(Aclaración: Los hechos relatados aquí son del todo imaginarios, y no están basados en ninguna persona real, viva o muerta).

 

Emilio Di Tata Roitberg

Nació en Ciudad de Buenos Aires. Se crió en el Conurbano Profundo y reside en Bariloche desde 1986. Es autor de la serie de novelas policiales ambientadas en la Patagonia El Oso, de gran aceptación entre el público joven. El Oso (2007), El Oso en Villa la Angostura (2010), El Oso y la Gringa (2018); también del thriller matancero González Catán (Random House, 2015), y de los libros de relatos Mosquita Muerta (2008) y La Deseada (2020). Desde hace cinco años publica vía web la novela por entregas Berni y la Polaca, un folletín histórico que siguen lectores de toda América Latina (se puede leer gratis en https://berniypolaca.blogspot.com. En la actualidad trabaja en su primer libro para niños.

https://www.facebook.com/ditataroitberg

En la historia de hoy, Di Tata Roitberg despliega la crónica de un enfrentamiento de pandillas cuya escala de violencia se salió de los límites establecidos. Los años de guerra quedaron atrás, pero la peligrosidad latente puede despertar ante cualquier provocación gratuita.

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