Tardanza

Por María Victoria Vázquez

Tardanza

Me despierta una jaqueca terrible, me cayó mal la cerveza.

Miro a mi alrededor. Estoy en el asiento trasero de un auto, pero no es el mío, el olor a limón me aturde.

Intento salir, pero me trabo, tengo la bombacha enganchada a la altura de los tobillos. Un bostezo a mi lado: el tipo. Las imágenes aparecen todas en una, me punzan el cerebro. Me cogí al tipo. Rompí la regla de oro, o acaso la única regla, que tenemos en el trabajo, el Jefe es tan estricto. No joder con los clientes. Y yo me cogí al cliente.

Segunda alarma, ¿y si ya vino Pablito? ¿Y si me vio así, culo al aire, al lado del tipo? Chequeo los mensajes. Nada. Tampoco respondió los que yo le mandé. No vino todavía. Y todo esto es su culpa. Si hubiera llegado en horario nos habríamos ido hace rato, todos contentos, pero no, el pendejo no llega. Y la espera se hacía larga, y el tipo está bueno, y después de unas cervezas terminamos acá, en su auto. Cómo me duele la cabeza.

Le mando un mensaje. El tipo se despierta. También lo noqueó la cerveza y lo que vino después.

– La chupás lindo, piba, eh. ¿Y tu compañero dónde anda?

¿Piba? ¿Me dijo piba? Ves ¿por qué no aprendés, Lorena?, por eso el Jefe no quiere que jodas con los clientes, te pierden el respeto en un segundo. Con lo difícil que es ser mina en este trabajo. El Jefe es uno de los únicos que confían en que podés hacer otras cosas, que sos excelente, que no tenés por qué laburar de puta. Y vos la arruinaste.

Las astillas en la cabeza son más punzantes.

En cuanto a mi “compañero”, eso quiero saber yo, ya pasó casi toda la noche, está clareando, y ni noticias.

– Tu jefe es raro, esto de que tengan que venir dos a hacer el trabajo de uno… Podrías haber venido vos sola y ya estábamos en casa. Cada uno en la suya, claro, yo tengo familia, aunque le voy a agradecer a tu amigo la demora.

Se ríe como el perro ese de los dibujitos animados. Es un idiota. Me cogí a un cliente idiota. Le va a contar. Hoy no. Hoy se va a llevar su valija cuando llegue el infeliz de Pablito y no va a decir nada, pero la próxima, ya lo estoy viendo, la próxima le va a decir al Jefe que me mande a mí. A esa piba que la chupa lindo. Lo sé, lo tengo tan claro como si viera el futuro. Pero, ¿qué le voy a decir de lo otro, de nuestro sistema de trabajo? ¿Que el Jefe empezó con esto de que seamos dos en las entregas desde que a Pablito lo desvalijaron en la primera que hizo solo? ¿Qué lo dejaron desnudo, atado a un poste, sin la plata ni la mercadería? ¿Que si hubiera sido otro terminaba en el fondo del río, pero que sobrevive gracias a que es el “sobrino de”? Por eso tenemos este mecanismo ahora. Uno llega, recibe la plata, el otro trae la mercadería, entre los dos nos cuidamos. O sea, entre todos cuidamos a Pablito.

Se vuelve a su auto, yo, al mío. Entro y me siento en el lugar del conductor. Me acomodo la ropa, me miro en el espejo: estoy hecha un desastre. Con un pañuelo de papel trato de limpiar el maquillaje corrido, me ato el pelo en colita para que no se note el desenredo. Abro la guantera y saco el arma, me la calzo, la necesito bien cerca, me tranquiliza.

Suena el celular. “Estoy llegando”. Bajo y le grito al tipo que ahí viene lo suyo.

La plata yo ya la conté, fue lo primero que hice cuando llegué, antes de las cervezas, cuando tenía las ideas en orden y parecía que todo iba a ser rápido como siempre. Le pusimos un candado, la llave ahora la tengo yo. Sólo queda que Pablito le deje la mercadería.

Me quedo al lado del auto, la puerta abierta. El tipo tampoco cierra la suya. Tiene el maletín en la mano.

Una frenada. El Fiat de Pablito casi nos atropella, estaciona un poco más allá, pero del lado de mi auto. El chico (tiene casi treinta años, pero siempre será un chico) se acerca, con la valija que se nota pesada. Nos acercamos los tres a un punto simbólico, a mitad de camino entre el auto del cliente y el mío.

– ¿Dónde te habías metido, pibe?

– Disculpe, don, leí mal la hora.

Lo miro sin hacer ningún comentario, ya tendremos tiempo. Además, tengo miedo de alargar el momento y que el tipo le cuente, porque en algún momento va a contar, se va a querer dar la parte.

Apoyamos la valija y el maletín en el piso. Los empujamos, cada uno se lleva lo que le corresponde.

– ¿No vas a contar la plata?

– No, Pablito, ya tuve tiempo de sobra para contarla.

El chico mira al piso, patea el ripio. Nos despedimos del cliente, que me guiña el ojo. Pablito vuelve conmigo hacia mi auto. Él camina cabizbajo, yo en cambio parezco un cangrejo, voy medio de costado. Tanteo el arma, respiro hondo.

Es un instante clave, estoy atenta a cualquier ruido, aunque mi cabeza estalle.

Desde el otro auto se oye el grito.

– Ey, paren, ¿qué se creen? ¡No se hagan los vivos! Acá falta mercadería, ¡esto no es lo que acordamos!

Lo miro a Pablito, las puntadas me hacen ver destellos. Habla en voz muy baja.

– Uh, pensé que no se iba a dar cuenta, era tanto…

La incredulidad me rebota junto a la jaqueca, tiro el maletín al piso, me doy vuelta, el tipo se acerca, arma en mano, menos mal que soy buena en esto, destrabo el seguro de la mía, rápido. La sujeto firme.

– La puta que te parió, Pablito.

Disparo antes, ya no hay charla ni manera de resolverlo de otra manera. Aunque le pego, el tipo también llega a disparar. Pablito cae al suelo, grita de dolor, de miedo, de lo boludo que es. Lo miro un segundo, le sale sangre del hombro. Así pierda el brazo, sale vivo de esta. El tipo también cayó, me acerco un poco. Se mueve todavía. Un tiro más y me animo a llegar a su lado, la mano con la que sostenía el arma se vence, se abre sola, la deja caer. La alejo de una patada. Todavía está despierto. Me mira. Ya no sonríe, aunque podría, porque este error fue como abrir las puertas del infierno. Le pego un tiro más en la cabeza. Ya no podemos hacerlo pasar por accidente, hay que desaparecer todo. Lo arrastro hasta su auto, lo meto adentro con una fuerza que no sé de dónde saco y me subo al asiento del conductor. Arranco el motor y me meto en una zona muy arbolada al costado de la ruta. Lo dejo ahí. Mientras vuelvo, pateo el ripio para que se pierda el rastro de sangre.

Pablito ya está sentado dentro de su auto. Llamo al Jefe para que mande a los de limpieza. Putea. Me pregunta por el pibe y le digo que está bien y que puede manejar. Qué lástima, se alegra. Cuando veo las camionetas negras que se acercan, arranco y Pablito hace lo mismo. Vamos a entregar la valija y el maletín.

Siento fuegos artificiales en la cabeza.

 

María Victoria Vázquez

Nació en el conurbano Oeste en 1973.

Estudió Ciencias de la Comunicación en la U.B.A. y actualmente trabaja como docente, traductora e intérprete de inglés.

Es colaboradora bilingüe de la revista “MiNatura”. También colabora con las revistas digitales “Ragnarök”, “El Narratorio”, “La Tuerca andante” y escribe ficciones breves para su blog “Comocontintachina”.

Publicó su primer libro de cuentos “Frío” en 2016 y el segundo, “Salamandra”, en 2019, ambos por Editorial Textos Intrusos. En 2020 fue seleccionada para participar de la antología “Trenes” de Ediciones El Narratorio y formó parte del “Diccionario de poesía” de editorial Textos Intrusos.

Un intercambio comercial se convierte en otro tipo de intercambio mientras esperan a que llegue el que trae la mercadería. Victoria Vázquez distrae al lector para darle una estocada certera en el desenlace de este relato, abrupto y violento.

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