Por Esteban Maturin
La cultura de la imagen; el avance de Amazon y de las librerías digitales; la posibilidad de recibir (en una cajita volante portada por un drone) en la puerta de tu casa el libro elegido unos minutos antes en la computadora; los e-books de libre disponibilidad (o “truchados”) por cientos de miles de títulos en todos los idiomas; y un etcétera lejos de cerrarse, conforman el triste escenario de la declinación de uno de los templos laicos de la modernidad: las librerías. Y con ellas, el de una profesión que ha colaborado activamente en la gestión cultural de las comunidades y en el desarrollo personal de generaciones enteras de lectores, el librero. Estas dos difuminaciones graduales, la de las librerías de barrio y la de los libreros orientadores, son fenómenos literalmente globales.
Aunque algunos intentos recientes en Manhattan parecen abrir un nuevo frente de resistencia, que quizás un alma optimista pueda interpretar como un síntoma de continuación de viejas tradiciones (y una pesimista, como los cantos de cisne de un proceso inexorable): la participación comunitaria en el rescate de los comercios libreros en crisis.Dorian Thornley es un librero a la vieja usanza, dueño de una pequeña librería, “Westsider”, de estantes abigarrados alrededor de una empinada escalerita de madera, que lleva a un piso con más estantes, igual de colmados. Además de sus angostas dimensiones, la librería-pasillo de Dorian Thornley se caracteriza por la selección exquisita de títulos y la presencia permanente de escritores jóvenes, fuera del “mainstream” de los grandes sellos, en esos pocos metros cuadrados del 2246 de Broadway, en el barrio neoyorquino del Upper West Side.
A unos doscientos metros de su puerta, además, se ubica uno de los grandes supermercados del libro, una de las filiales mayores de la cadena “Barnes & Nobles” que quedan en Manhattan. Entre esta incómoda vecindad y los elementos reseñados arriba, Thornley cruzó el invierno boreal y, en enero de este 2019, colgó el cartelito de cierre. Lo anunció para finales de febrero (para dar tiempo a los clientes a que se llevaran cuanto quisieran a precios de remate), en la puerta de vidrio del ingreso de “Westsider Rare & Used Books”.Thornley repite en las redes, en la página de Facebook de la librería, una muletilla: “Nueva York puede ser un lugar muy loco”, y lo dice después de haber experimentado en carne propia la reacción de los vecinos. El Upper West Side no es precisamente un barrio de clase obrera, o con una población “militante”, como las zonas universitarias del Village o las barriadas del Harlem; sin embargo, a partir del triste cartelito de cierre comenzaron a llegar vecinos -clientes y no clientes de la librería- a plantearle una “alternativa comunitaria”: generar un fondo de ahorro, con aportes voluntarios, para pagar las deudas y mantener abierta la pequeña librería.
En vez de bajar los precios de los volúmenes por debajo de los costos, Thornley aumentó las ventas con “compras solidarias”; además, unos 800 neoyorquinos aportaron diferentes montos (el más pequeño es de apenas un dólar) hasta completar la nada despreciable cifra de US$ 50.000, con los que Dorian ha pagado a los bancos y las deudas más acuciantes. Y sacó el cartelito de “Going out of business” de la puerta de ingreso. La iniciativa fue de Bobby Panza. Un día después de que se anunciara el cierre, lanzó una campaña en el portal de internet de GoFundMe, para recaudar los fondos necesarios para garantizar que el angosto pasillo de las estanterías abigarradas no se convirtiera en otro de los tantos despachos de comida al paso. En las primeras 12 horas había recaudado US$ 10.000, sostiene la nueva leyenda que se escribe por estos días en “Westsider”. Una flor, en un desierto que crece.