Luis Saavedra, el artista del hambre

Córdoba. Libro de los pasajes | Por Diego Tatián

Luis Saavedra, el artista del hambre

Cuando era niño escuchaba con frecuencia -y atesoré en alguna parte sensible de mi memoria- el nombre de Luis Saavedra. Seguramente les habrá sucedido algo similar a muchos niños de familias de izquierda en Córdoba. Los dibujos, pinturas y grabados de Saavedra circulaban de manera intensa; todos sus amigos y compañeros habían sido obsequiados con alguna obra suya. En las paredes de mi casa de infancia colgaban cuadros que quedaron en el recuerdo para siempre. Tengo bien presente en particular un hermoso rostro del Quijote pintado por él; también el dibujo de un hombre abatido bajo un sol inmenso, que ilustraba un poema de Nazim Hikmet llamado Un muerto en la plaza”. Sólo muchos años después supe que era el dibujo de alguien llamado Luis Saavedra.

Aunque había nacido en Tinogasta, vino a estudiar a Córdoba siendo muy joven. Cursó la escuela de artes de la UNC -también la carrera de Técnico Constructor en la Facultad de Ciencias Exactas-, y luego se fue a vivir a Unquillo, muy cerca de la casa de Spilimbergo, con quien mantuvo una intensa relación artística y de amistad. En 1958 hizo su primera exposición en la Galería Paideia, es decir, en el sótano de la librería Paideia, que Bernardo Nagelkop había abierto en el Pasaje Central.

La reconstrucción de una cartografía cultural de Córdoba y de los vínculos entre nombres que juntó el azar o una fatalidad secreta (en este caso los de Saavedra y Nagelkop), no es irrelevante en la tarea de activar o inventar tradiciones capaces de ofrendar novedades políticas y estéticas a una ciudad renuente a ellas como muy pocas. Desde esa muestra en Paideia (donde pocos meses antes también Antonio Seguí había exhibido su obra por primera vez), Saavedra expondría en muchos lugares del país y del extranjero.

Quien recorra la historia del arte en Córdoba no encontrará, hasta hace pocos años, demasiados artistas que hayan optado por motivos sociales y políticos; lo que predomina en esa historia es el paisaje. Horacio Álvarez fue uno de ellos. Otro, sin duda, Luis Saavedra, cuya mirada de la vida atesora una delicada sensibilidad hacia la figura humana. Dibujó mineros, zafreros, lustrabotas, carpinteros; retrató al Che; denunció la masacre norteamericana en Vietnam y los estragos del hambre; representó escenas de gente pobre, y en 1978-1979 produjo una impresionante serie de témperas, acrílicos y tintas sobre la violencia del terrorismo de Estado (Las perspectivas dramáticas”), que permaneció mucho tiempo oculta en una carpeta y solo fue exhibida hace pocos años. Cuando Saavedra murió, en 1980, todo era negro en la Argentina: amigos entrañables habían sido secuestrados, torturados y asesinados. Uno de ellos era Alberto Burnichón, de cuya mítica editorial fue ilustrador (como lo fue también de la editorial La rosa blindada”, que en Buenos Aires dirigía José Luis Mangieri).

Saavedra no quiso nunca ser un artista solitario: había en él un deseo de comunidad, de colaboración estética, de invención colectiva y de unidad política. En los años 60, sus intervenciones plásticas estuvieron en el centro de la cultura de Córdoba. Colaboró con películas del cineasta Alfredo Mathé; ilustró poemas de Neruda, en solidaridad con el pueblo chileno tras el golpe de 1973; dibujó para la revista Mediterránea y también para Jerónimo, que Miguel Ángel Piccato había fundado en 1968. Junto a Armando Tejada Gómez y el Cuchi Leguizamón formó parte de Tiempo de Mayo”, una experiencia de intervención estético-política que buscaba extender el espíritu del Cordobazo al resto del país. En tanto, ejerció la docencia en diversas escuelas secundarias de la ciudad, dictó cursos populares de arte y talleres de dibujo en la cárcel.

A comienzos de los años 70 fue nombrado director del Museo Genaro Pérez. Poco tiempo después, Córdoba quedaba sumida en el Terror.

En 1977, durante la desolación de los crímenes de la dictadura, Saavedra viajó a Europa. Expuso en algunas galerías italianas y se encontró con Carlos Alonso en Roma, donde trabajaron juntos en un taller de grabado. En su tremenda novela Detrás del vidrio”, Sergio Schmucler transcribe una carta de su madre, que en un pasaje hace referencia a ese viaje: Esta semana me despedí de Luis Saavedra. Parte hacia Italia; a sus hijos, de ojos tan serenos siempre, los vi tristes y caídos. Ojalá le vaya bien. Luis es un gran tipo, lleno de belleza y amor… Cada vez se despuebla más y más mi ciudad, no sé hasta cuándo, sólo hay despedidas”.

Uno de los hijos a los que refiere la carta se llama Luis Emilio. Actualmente realiza un importante trabajo de recuperación y difusión de los dibujos, pinturas y grabados de Saavedra (más de 1.000 obras, muchas de las cuales no han sido nunca expuestas) y dice en alguna parte que su padre fue un artista sin taller”. Que dibujaba en cualquier rincón y sobre cualquier papel. Y así renacía.

En un precioso escrito de hace algunos años, Daniel Vera definía a Saavedra como un artista del re-nacimiento”. En mi opinión, es un concepto exacto para nombrar la vitalidad de una obra que nunca abandona a quienes la observan en el dolor de lo que describen. Siempre esconden en alguna parte una promesa, una confianza, una esperanzada piedad frente a las desdichas humanas.

Hay un Sitio Luis Saavedra” en el descuidado Parque de la Vida, al sur de la ciudad. Resulta apropiado que el Sitio Saavedra” esté en un parque que lleva ese nombre. No he ido aún. Seguramente es apenas una piedra que lo nombra, escondida entre la maleza y difícil de encontrar. A fin de cuentas, me digo, el abandono y el olvido sean acaso una manera paradójica de proteger lo que nunca debe perderse.

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