Por Carlos Aletto
En la civilizada París de 1889, nueve personas nacidas en Tierra del Fuego fueron expuestas en una jaula y alimentadas con carne cruda: el episodio sucedió durante la Exposición Universal y es novelado por Carlos Gamerro en «La jaula de los onas», una obra donde se despliegan distintas formas y voces que reconstruyen esta muestra de la crueldad europea.
Nacido en Buenos Aires en 1962, a los 20 años Gamerro se encuentra con «La Patagonia trágica» de José María Borrero, un libro que narra la historia de los once selknam secuestrados en Tierra del Fuego por el aventurero Maurice Maître, y exhibidos en una jaula en la Exposición Universal de París.
El novelista y crítico argentino lee que los enjaulados fueron descubiertos por el padre salesiano José María Beauvoir, quien visitaba la muestra y alertó a las autoridades consulares chilenas, que rápidamente tomaron cartas en el asunto. Ante la amenaza de sanciones, el «protervo traficante de carne humana» («Borrero tenía cierta debilidad por la tremebunda retórica ácrata», especifica Gamerro) habría decidido hacerse humo, no sin antes abrir la puerta de la jaula y dejar escapar a los selknam cautivos, que se dispersaron por el predio de la Feria.
Todos fueron hallados, y eventualmente devueltos a su tierra, menos uno, llamado Calafate, que habría vagado por «Francia, Inglaterra y otros países» hasta regresar a Tierra del Fuego por sus propios medios.
– ¿La historia de Borrero coincidía con los documentos que investigaste?
– Carlos Gamerro: Mirá, una vez comenzada la investigación propiamente dicha descubrí que el padre Beauvoir nunca visitó la exposición, que los desdichados selknam fueron exhibidos también en Londres, luego en Bruselas; que fueron misioneros, (pero anglicanos, de la «South American Missionary Society») quienes los descubrieron en Londres e hicieron la denuncia ante las autoridades, que «Calafate» (que es la versión castellanizada de su verdadero nombre, Kalapakte) había decidido quedarse, y fue descubierto, sí, por el padre Beauvoir, pero a bordo de un barco que hacía la carrera Montevideo-Punta Arenas.
– ¿Por este motivo es distinta la versión que novelás en «La jaula de los onas»?
– Claro. Pero todo esto lo fui averiguando unos 30 años después, y para ese entonces la peculiar odisea de Kalapakte se había apoderado de mi imaginación, expandiéndose en el espacio y el tiempo hasta abarcar un par de décadas y varios continentes. Recién pude empezar a escribir su historia cuando me di cuenta de que la pregunta clave no era tanto cómo había hecho para volver, sino cómo había podido descubrir adónde debía dirigirse: los selknam no habían tenido hasta ese momento ningún contacto con la cultura blanca, no hablaban ninguna lengua europea, ningún europeo hablaba la suya: el nombre de Tierra del Fuego le sería desconocido, no sabría señalarla en un mapa; era incapaz de decir, en la lengua de los blancos, quién era y qué era. La novela sigue la historia de cada uno de los selknam abducidos: los que murieron en el viaje de ida, los que murieron en Europa, los que murieron en el viaje de vuelta y los cuatro, o cinco si contamos a Kalapakte, que lograron volver a su tierra.
– ¿Cómo trabajaste el imaginario de París en los intelectuales argentinos?
– Debo aclarar que mis viajeros no tienen mucho de intelectuales: el único objetivo de Marcelito López Eguren, mi viajero estrella, es mostrarse como un sofisticado bon vivant”. Pero es verdad que mis materiales provinieron de escritores de la época, aunque no solo argentinos: Eugenio Cambaceres (que firmaba «Cambacérès» para hacerse el franchute), Lucio V. López, Rubén Darío…
– En la novela también aparecen otras cartografías literarias…
– La novela da vueltas además por Groenlandia, Chicago, Nueva York y Buenos Aires, pero su corazón está en Tierra del Fuego. Es, en lo personal, una carta de amor a la Patagonia, adonde vuelvo cada vez que puedo, y un homenaje a la pasión de su gente por su historia y por su tierra: cuando uno entra en cualquier librería patagónica, desde Neuquén a Ushuaia, lo primero con que se topa es con una vasta mesa de libros patagónicos, o sobre la Patagonia, algo que no he observado, el menos en la misma medida, en otras regiones del país. Fue en ellas que empecé a comprar, hace mucho tiempo (creo que en un viaje a Bariloche en 1984 o 1985) los libros a partir de los cuales empecé a soñar esta novela, entre ellos mi gran favorito, «El último confín de la tierra», de Lucas Bridges, y el primer tomo de «En la isla del fuego», del historiador salesiano Juan Belza.
– ¿Cambió en el último siglo la mirada literaria del exterior sobre la Argentina?
– No me ocupo en la novela de la mirada de los europeos sobre la Argentina, sino de la mirada de los argentinos sobre sí mismos a través de lo que imaginaban que podía ser la mirada europea. El pabellón que representó a la Argentina en la Exposición Universal fue encargado a un arquitecto francés, decorado con esculturas también francesas: no querían correr riesgos. El mayor temor de los argentinos en París, el único me atrevería a decir, era el de ser tildados de «rastacueros», palabra que los franceses reservaban para los latinoamericanos ricos pero vulgares que trataban de pasar por europeos. Marcelito se pregunta, indignado, por qué los estadounidenses, por más guarangos que sean, nunca son tildados de rastacueros, a diferencia de los sudamericanos, que lo son siempre. Cuando va a ver el show de Buffalo Bill, que fue furor en París, tiene una especie de epifanía y entiende por qué.
– ¿La estructura híbrida de la novela tiene la intencionalidad de mostrar las distintas formas literarias de la época?
– No hay un recurso arbitrario o gratuito a distintas formas literarias. La variedad estilística de la novela surge, paradójicamente, de una seria limitación que tengo: soy incapaz de entrar imaginativamente en una época o cultura distintas de la nuestra si no es a través de sus géneros literarios o discursivos característicos. Entonces, para los capítulos parisinos recurrí, además de a los diarios, cartas y ficciones de los viajeros latinoamericanos, a las novelas de Balzac, Dumas y Zola; para los viajes por mar, a Conrad y a Melville; la Buenos Aires de principios de siglo, la Babilonia de los hermanos Discépolo, solo podía ser aprehendida mediante el teatro de la época: el circo criollo, el sainete y el grotesco. Para el triste destino de las misiones salesianas, concebidas como refugio y paraíso de los indios, y que terminaron convertidas en virtuales campos de concentración, recurrí a las fuentes directas: los diarios de la misión de La Candelaria, las cartas, las anotaciones de puño y letra de los misioneros, que pude consultar en los archivos de Buenos Aires, Ushuaia y Punta Arenas.
– ¿En «La jaula de los onas» se despliega un homenaje a la literatura decimonónica?
– Las novelas del siglo XIX tienen algo muy atrayente: su hospitalidad. Nos dejan entrar en su mundo y habitarlo como un ciudadano más, día tras día, noche tras noche: uno no solo lee, sino que vive en una novela de Jane Austen, Balzac, Tolstoi o Dostoievski. En cambio, en las grandes novelas del siglo XX, «Ulises», «Al faro», «El sonido y la furia», «Gran sertón veredas», «Paradiso», «El arcoíris de gravedad», uno debe bracear incansablemente para permanecer en ellas, como ese famoso pez de «Zama», de Antonio di Benedetto, que tiene que nadar sin pausa para que el agua del río no lo escupa sobre la costa.
– ¿Te diste un gusto con esta novela?
– Son gustos que uno se da de grande: siempre quise escribir una obra de Shakespeare, y como no me alcanzaba con traducirlas, escribí «Cardenio». Siempre quise escribir una novela de las Brontë, Dickens o Melville, así que escribí «La jaula de los onas». Andando el tiempo y los capítulos se va convirtiendo en una novela del siglo XX: la acción principal arranca en 1888 y llega a 1921; y algunos de los narradores recuerdan los hechos décadas después, estirando el marco temporal hasta los años 70.