El palio de Cidadelhe

Por Miguel Koleff

El palio de Cidadelhe

Un año después de publicado “El viaje del elefante” (2008), Saramago -junto a un equipo de la Fundación que lleva su nombre- realiza una excursión a Figueira de Castelo Rodrigo, la última población portuguesa citada en el libro antes de que el elefante quede en manos austríacas. En ese itinerario que, según las instrucciones del largo cuento, parte de Belém (Lisboa), se recorren algunas ciudades de lo que más tarde se dio en llamar el «circuito del elefante Salomón» incorporado a la promoción turística. Está claro que el trazado de ese recorrido es claramente ficcional, pero para configurarlo el escritor recurrió a su propia experiencia: la travesía que realizó en 1980 para escribir “Viaje a Portugal”.

Lo curioso de la incursión de 2009 no es el circuito en sí mismo, cuanto el desvío que autoriza. «Es cierto que la Historia no dice que Salomón hubiera pisado tierras de Castelo Novo, Sortelha o Cidadelhe, pero tampoco es imposible jurar que tal no sucedió» (140) señala el escritor en las anotaciones de “El último cuaderno” (2010). Aprovechando la escasa distancia que separa Castelo Rodrigo de Cidadelhe, Saramago propone llegarse a esta última aldea y reencontrarse con las impresiones que había recogido en aquella oportunidad. Le encuentra un sentido a esta bifurcación del camino porque las «cuatro o cinco páginas» dedicadas a Cidadelhe en el libro de 1981 son unas de las más ricas de su escritura en ese género.

Saramago estaba recorriendo la ciudad de Guarda mientras mapeaba las Beiras y depara, sin querer, con un ciudadano de esa villa vecina que trabajaba de mozo en el restaurante al que fue a comer. El escritor intercambia algunas palabras amigables, pero percibe cierta desazón en su interlocutor cuando se refiere al pueblo natal, no por lo que éste significa para él ya que es casi todo, sino por algunas impericias políticas que le perjudicaron la vida y perviven como recuerdo. Movido por la empatía, el escritor le ofrece a su destinatario la posibilidad de acompañarlo en la visita a la localidad al día siguiente. Si estaba en sus planes o no, no lo sabremos nunca. Lo cierto es que la segunda parte del relato se inicia con su presencia en esos lares y se puede observar al escritor recorriendo las iglesias del lugar, contemplando los monumentos más relevantes y, sobre todo, confiriendo la información recibida por el compañero devenido guía acerca del abandono de la localidad.

Cidadelhe tiene, como todos los pueblos del interior, una gloria que los caracteriza y en este caso particular, un palio antiquísimo que es celado por las mujeres más viejas de la región como si de la propia vida se tratara. Saramago ciertamente quiere conocerlo, pero para acceder a él tiene que sortear una dura prueba que ni siquiera imagina: las «mujeres de negro» cuando son consultadas por el palio niegan que esté en la villa, ya que «lo llevaron para reparar». El propio Guerra asiente al respecto cuando también es increpado por el viajero. Sin embargo, después de un tiempo en que le es seguido el rastro por los pocos habitantes de la localidad y se constata efectivamente que el viajero es una buena persona, acceden a ponerlo ante su vista como prueba de confianza.

“Cuando se acerca a la ermita de San Sebastián, ve, con aire de quien espera, a aquellas mismas mujeres añosas, y con ellas a otras más jóvenes. «Es el palio», dice Guerra. Las mujeres abren lentamente una caja, sacan de dentro algo envuelto en una toalla blanca, y todas juntas, cada cual haciendo su movimiento como si estuvieran ejecutando un ritual, lo desdoblan, y es como si no acabaran de desdoblar la gran pieza de terciopelo carmesí bordada en oro, plata y seda, con el amplio motivo central, opulento marco que rodea a la custodia erguida por dos ángeles, y alrededor flores, finos entrelazos, esferitas de estaño, un esplendor que no hay palabras capaces de describir. El viajero queda asombrado. Quiere ver mejor y pone las manos en la blandura incomparable del terciopelo, y en una cartela bordada lee: «Cidadelhe, 1707»”.

La confesión de Guerra, primero, y la aprobación de las mujeres del pueblo, después, conmueven al visitante y lo predisponen de la mejor forma, quizá más que en cualquier otro sitio de su vasto recorrido. Y esto, por la valoración que hacen sobre su persona, la añoranza con la que abrazan su propia historia y el valor que le asignan a la tradición como elemento fundante de su identidad.

Tal vez porque el imperativo de la memoria es tan fuerte y reviste tanta autoridad, el autor se acordó de Cidadelhe siguiendo el camino del elefante y decidió volver sobre sus propios pasos para dejarse alimentar de aquella rica experiencia que le reconfortó el alma y le devolvió la fe en la Humanidad.

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