-Perdón, acá no se pueden sentar; esta mesa está reservada.
El muchacho miró a la chica, ambos se sonrieron y alzaron las cejas para expresar sorpresa, pero, afortunadamente, no dijeron nada.
-Elijan la mesa que quieran —les sugirió el mozo, abarcando con un movimiento de su brazo el bar casi vacío.
La pareja se sentó a otra mesa sin decir nada.
Fue una suerte; no siempre los clientes reaccionaban tan bien. Muchos protestaban —innecesariamente, hay que decirlo—, pues esa mesa para ellos no tenía nada especial; pero quienes se quejaban consideraban absurdo que una mesa en un bar estuviera reservada a las ocho de la mañana.
Mientras iba a la barra a transmitir el pedido de la pareja, el mozo se reprochó no haber colocado el cartel que decía “Reservada”. Se propuso intentar no olvidarlo más, así evitaría estos sucesos que, aunque nimios, resultaban poco agradables.
Por ese motivo siempre deseaba que Renzo, quien era el que ocupaba habitualmente esa mesa, llegara lo antes posible. Pero eso no sucedía; acostumbraba entrar al bar pasadas las ocho; no más de las ocho y media porque, a más tardar a las nueve, pagaba y se iba.
¿Hace cuánto Renzo visitaba el lugar? “El Chino” Fendé afirmaba que desde hacía tres meses; en cambio, “El Nieve” Marcilo insistía que era desde antes: por lo menos, cinco meses, y hacía la cuenta tomando como referencia el cumpleaños de su esposa. El dueño del bar, don Atilio —para los clientes, carecía de apellido—, intentaba quedar bien con ambos y aseguraba que era cliente hacía cuatro meses.
El Chino —que cargó con ese apodo desde que tenía memoria, sólo porque sus ojos estaban apenas un poco cerrados—, el Nieve —que era más negro que la pomada negra, pero a un cliente de paso se le ocurrió llamarlo así y, como todos se habían reído, el nombre le quedó— y don Atilio solían embarcarse en la búsqueda de esta inútil precisión hasta que entraba Renzo. El mozo no se metía en semejante indagación cronológica; consideraba que ya tenía bastante con servir a la clientela, para encima tener que pensar desde cuándo tal o cual parroquiano visitaba el establecimiento.
El primero en animarse a saludarlo fue el Nieve. Una mañana, mientras Renzo se levantaba de la silla, le arrojó a la cara al enigmático hombre un “Hasta mañana, don”. El otro bajó y levantó la cabeza en signo de agradecimiento, pero nada contestó. Desde entonces, lo saludaban cuando llegaba y también cuando se retiraba. Como desde la barra, que era el lugar en que se ubicaban el Chino y el Nieve, se veía todo el bar, era fácil observar la rutina del misterioso hombre, que ocupaba siempre la misma mesa.
En los primeros días en que Renzo visitaba el bar, dos veces había sucedido que esa mesa se encontraba ocupada a las ocho y cuarto de la mañana. Los tres, más el mozo, habían sido testigos de la desolación y tristeza que Renzo transmitía. En esas oportunidades, el hombre se había quedado parado junto a la mesa, cabizbajo, esperando… esperando que esos importunos de una vez por todas se levantaran de su mesa y se fueran. Porque, sin dudas, él la consideraba así: “su” mesa. La angustia que daba verlo de esa manera, con muestras evidentes de decepción y ansiedad —el Chino afirmaba que Renzo contenía las lágrimas—, inspiró a que don Atilio ordenara al mozo que, desde entonces, de ocho a ocho y media esa mesa no fuera ocupada por nadie.
Probablemente, Renzo no se enteró, pero, al principio, manifestaba su alegría por hallarla desocupada, acompañando su pedido habitual —café doble con dos medialunas… de grasa o de manteca, le daba igual— con una sonrisa apenas más entusiasta que la esbozada por la esposa de Francesco del Giocondo en el célebre cuadro de Leonardo da Vinci.
No sólo se aseguraban de que la mesa estuviera desocupada, sino que el mozo — digamos su nombre de una vez por todas: Jorge— corría la silla que daba al ventanal y la colocaba de modo tal que estuviera frente a una pared. Para ser más precisos, quien se sentaba en esa silla no miraba la pared, sino a un póster que estaba sujeto a ella con cuatro pedacitos amarillentos de cinta scotch. Era el de una película: Traición silenciosa, protagonizada por Arna Saltzmany.
Arna ocupaba gran parte del afiche. Se la veía vestida con un traje negro, parada con un pie hacia adelante. En una de las manos tenía un revólver. Lo más importante, lo que creo que cautivó a Renzo, era que Arna parecía mirar a los ojos de quien se parara delante del afiche. Jorge afirmaba que cualquiera que pasara por delante de la imagen sentiría que los ojos de la actriz lo seguían.
Renzo se sentaba, hacía su pedido y, una vez que lo tenía en la mesa, comenzaba con aquello que tanto intrigaba a todos.
Al mismo tiempo que tomaba el café y comía las medialunas con calculada lentitud, miraba fijo al afiche —mejor dicho, a Arna— y movía los labios. Había que observarlo mucho tiempo para darse cuenta de que algo decía. Durante la mediahora en que solía estar en el bar, parecía ser invadido por los más diversos estados de ánimo.
El Chino, el Nieve y don Atilio desde su atalaya observaban cómo por momentos bajaba la cabeza, cómo se sonreía solo, cómo dejaba de mover los labios —¿estaría pensando algo?—; hasta más de una vez lo vieron cubrirse los ojos con las manos para ocultar el llanto. Todos los días era igual. Los cuatro se preguntaban qué haría los domingos, que eran los días en que el bar estaba cerrado.
También trataban de adivinar algo sobre él, lo que fuera: ¿sería casado, soltero o un viudo que añora la presencia de su amada? Jorge estimó que rondaría los cincuenta años. Los otros le daban más, pero el mozo sostenía que él sí lo había visto de cerca y que quizá podía ser que pareciera de mayor edad, pero era evidente que su aspecto se debía a que “su alma estaba llena de cicatrices”. El Chino comenzó a bromear sobre la inesperada figura poética empleada por el mozo; empezó a llamarlo “Rubén Darío”, pero el apodo no prosperó, y el mozo siguió siendo “Jorge”, a secas. Jorge fue el encargado de averiguar el nombre del particular cliente.
A todos les quedaba claro que Renzo se sentaba a la mesa para, en su imaginación, contarle sus problemas a la foto de Arna. Por las pocas veces que sonreía, dedujeron que el hombre padecía su vida. Les pareció un acto de solidaridad y bondad darle cobijo y reservarle la mesa que tanto deseaba.
Consideraban que de esa manera los días de Renzo serían menos aciagos.
Don Atilio pensaba que Renzo se había enamorado de la actriz luego de verla en esa película. “Seguro que la vio y le gustó mucho”, repetía. Una mañana les contó que había buscado en Internet de qué trataba Traición silenciosa.
Así se había enterado de que la actriz se llamaba Gianna Giannicciolloni, y que ocultaba la indiferencia a las cacofonías de sus padres con el exótico nombre de Arna Saltzmany. El argumento de la película no lo comprendió bien.
Parece que trataba de agentes de la CIA, la KGB y de un servicio secreto francés que se unían para desactivar una bomba biológica que preparaban en un país de África, no se acordaba si era Angola o Singapur. El Nieve le dijo que Singapur estaba en Asia, y así sumió al dueño del bar en una confusión mayor. Lo que importaba era que Arna —la agente… no se acordaba qué número— se infiltraba en una célula africana o asiática… daba lo mismo… y que, además de desbaratar el plan, lograba matar a quienes se erigían como un peligro para la humanidad… para la humanidad que era buena, por supuesto.
Gran desilusión y desconcierto creó don Atilio con el paupérrimo resultado de su búsqueda.
En un comienzo, se preguntaban por qué Renzo había elegido el afiche de Arna, pero luego se percataron de que era el único de los anuncios pegados en los que se veía muy grande una figura humana. En los otros, aparecían demasiado pequeñas o directamente ni estaban, como en el afiche de la película coreana El malvado sillón asesino.
Los clientes de paso atribuían la profusión de afiches de películas pegados en la pared al excesivo amor del dueño del bar por el cine, cuando, en realidad, se debía a su escaso interés por pintar las paredes, pues cada uno de esos afiches ocultaba, con éxito, alguna mancha de humedad, una rajadura o, sin más, un desafortunado sector de la pared que se había descascarado. Lo bueno era que le otorgaba personalidad al local, aunque quizá a más de uno le extrañaba esa promiscua convivencia de anuncios de películas tan distintas como la anteriormente mencionada —donde el protagonista era el sillón que, no se sabía cómo, se las ingeniaba para matar gente a lo largo de la hora y media que duraba la película— y La Cenicienta, de Walt Disney. “Son las que conseguí”, repetía don Atilio a los pocos que le preguntaban.
Sólo Jorge recordaba que la primera vez que Renzo entró al bar se quedó parado cerca de la barra mirando las mesas y las paredes para elegir dónde sentarse.
Desde entonces, no faltaba un día.
La gran incógnita era saber qué le contaba a la imagen. No cabían dudas de que le transmitía problemas muy profundos; más que nada lo deducían por las continuas veces en que Renzo intentaba ocultar las lágrimas.
Don Atilio le sugirió a Jorge que averiguara algo de él. Recién a la semana pudo el mozo elevar su informe a los tres impacientes. Renzo estaba casado, parece que hacía catorce años con una mujer llamada María o Mariana, no recordaba bien; que tenía dos hijos, y los dos vivían afuera: uno en Francia y otro en España, y era administrativo en una empresa agroexportadora que estaba a dos cuadras del bar.
Los cuatro acordaron que la tristeza del hombre se debía a la ausencia de los hijos, aunque seguramente que había algo más… Morían de curiosidad por averiguar qué era ese algo más. Varias mañanas se quedaron tristes ante el mudo sufrimiento del hombre. También percibían, y esto es importante, que luego de desahogarse ante la fotografía de Arna, se encontraba más sereno, más liviano… hasta sonriente.
Una tarde, don Atilio se sorprendió al ver que entraba el Chino. Al igual que el Nieve, él sólo iba por la mañana. Lo notó exaltado. Apresuradamente, sin contener su excitación, el cliente le contó que su esposa se había reunido con sus compañeras del secundario al mediodía; que durante el almuerzo, entre tantos temas, hablaron sobre los sentimientos que todos escondemos, y que por eso ella mencionó a Renzo —sabía todo por su marido, por supuesto—. Lo novedoso fue que una de sus amigas le dijo que era prima de Arna. Es más, hasta se ofreció para hablar con ella y contarle sobre Renzo. Su esposa le dijo que sería una buena idea.
Ahora esperaban la respuesta de la carismática actriz.
Evidentemente, con su relato, el Chino aguardaba una reacción alegre de don Atilio, pero el hombre se limitó a levantar ambas cejas. Luego siguió pasando el trapo rejilla a la barra del bar. Don Atilio sintió los ojos expectantes del entusiasta sobre él y, para no defraudarlo, contestó, luego de un rato en que se propuso elegir muy bien las palabras:
—Bueno… a ver qué dice esa señora…
Al día siguiente, el Chino, en cuanto entró, lanzó la sensacional noticia. ¡Arna accedía a ir al bar para conocer a Renzo y hablar con él! Tenía su número de teléfono. El Nieve le dijo al Chino que la llamara en ese instante. Don Atilio insistió.
Arna se mostró muy simpática. Propuso ir a la mañana siguiente. La hora no constituía ningún problema, ella acostumbraba levantarse temprano.
Esa mañana, media hora antes de lo habitual, ya estaban estratégicamente ubicados en la barra el Chino y el Nieve. No dejaban de mirar la puerta, aunque, en más de una oportunidad, Jorge les pedía que fueran más disimulados.
Por fin entró Renzo. Se sacó el abrigo, pidió su desayuno y, apenas el mozo se lo llevó a la mesa, como si hubiera estado ensayado, entró triunfal, rozagante, luciendo su sonrisa de primera actriz, Arna Saltzmany. Se detuvo de inmediato para buscar a Renzo. La turbación se esfumó enseguida, una vez que siguió la dirección del dedo de don Atilio, que le señalaba al atribulado parroquiano.
Justo Renzo estaba con la cabeza baja. Grande fue su sorpresa cuando, al levantarla, se encontró con, ni más ni menos, Arna Saltzmany; ¡la verdadera Arna Saltzmany!, no la que estaba impresa en un afiche descolorido. Arna le sonrió, revelándole sus dientes blanquísimos. El hombre se quedó mirándola asombrado.
—¿Puedo sentarme? —le susurró la actriz.
Renzo no contestó.
Arna quiso romper el inesperado silencio:
—Renzo, contame tranquilo lo que desees —le murmuró con dulzura.
El hombre continuó mirándola con los ojos muy abiertos. Desde la barra seguían todo lo que sucedía, hasta Jorge desoyó el pedido de dos mesas, interesado en el singular encuentro.
Entonces, los cuatro vieron sorprendidos cómo Renzo le hacía un gesto al mozo, dejaba dinero sobre la mesa, se colocaba de nuevo el abrigo y atravesaba la puerta del bar… para siempre. Todos se quedaron callados. Arna expresó su sorpresa levantando ambas cejas y esbozando una risita llena de nervios y desencanto. Ante su mirada inquisidora, don Atilio sólo atinó a elevar y bajar los hombros para darle a entender que estaban tan extrañados como ella.
Jamás volvieron a ver a Renzo. Cada tanto alguno de ellos lo recordaba, pero de inmediato pasaban a hablar de algún partido de fútbol o de las elecciones, aunque aún faltaran meses para que se llevaran a cabo.
Si no lo volvieron a ver, fue porque nunca pasaban por el bar que estaba a cuatro cuadras del de don Atilio. En ese otro bar, el dueño, el mozo y dos parroquianos solían hablar del nuevo cliente que iba a desayunar todos los días, que se sentaba siempre en la misma mesa y que, estaban seguros, le hablaba en voz muy baja a la foto en blanco y negro de una cantante de jazz que tenía delante. Para tristeza de todos, les parecía que, cada tanto, el pobre hombre se esforzaba por no llorar.