Papá, mi hijo y yo: la escritura como hilo conductor

Por Gringo Ramia

Papá, mi hijo y yo: la escritura como hilo conductor

1.

Había un aroma dando vueltas. Si cerraba los ojos podía sentir las palabras justas, acomodarlas en el orden perfecto, ponerlas en las vías del tren y ver a la locomotora arrastrar mis ideas con la cadencia perfecta, con ese balanceo tan característico del ferrocarril. Había un olor, sí, pero al abrir los ojos no tenía nada, ni receta, ni ingredientes. Nada.

Salí a buscar palabras ajenas para encontrar las propias. Lo leí a David Voloj, y quise que su nota fuera mía. Me puse el antifaz y me dispuse a robarle todo. Entré sigilosamente, en puntas de pie y fui metiendo los párrafos uno por uno en una bolsa de arpillera. Y así como llegué me fui.

Al llegar a casa tiré el botín en un canasto y me fui a dormir. Al otro día desperté con una sensación de culpa molesta. Tenía algunas ideas en mi cabeza y un canasto lleno de palabras, sustantivos, adjetivos, cada tanto revolvía en el fondo y tanteaba algo grande: “esto es un párrafo”. Y sacaba. Y leía. Y acomodaba todo en un largo tablón lleno de renglones.

2.

David Voloj habla del hilo que une a su padre con su hijo. Abuelo y nieto y él como nudo, como vaso comunicante. Su texto es hermoso y me ayuda a saber de qué quiero escribir / hablar: yo quiero hablar de lo que hablo con mi hijo. Y hablar de mi hijo es también hablar de mi padre. Ese hilo no se puede cortar.

Mi paternidad actual se construye con la forma en la que fui hijo y la forma en la que mi padre fue mi padre. Ya tengo el qué, ahora sólo tengo que encontrar el cómo.

Me gusta contar historias y me doy cuenta de que sé poco de la de mi padre, que un día él no va a estar y Pedro me va a preguntar y yo le contaré ese puñado de anécdotas que escuché mil veces.

Avanzar casilleros en este juego me lleva a pensar que un día yo también seré recuerdo, y llega la parte en la que tiemblo: ¿Pedro sabrá quién fui, quién soy, quién quise ser y quién terminé siendo? ¿Coloreará los grises de su memoria con tonos ocres, opacos o pintará arcoiris sobre el blanco y negro de mi vida? No puedo saberlo, pero le ofrezco todos los días un puñado de lápices de colores en forma de palabra.

Hablo y me abro, me deposito ante él y le ofrezco mis tripas, mi corazón, mi cabeza, mi estómago y lo que queda de mis pulmones. Hablo, sí; pero principalmente escucho. Ahí está la magia, en construir el diálogo, el ida y vuelta que nos eleva.

Disfruto mucho nuestras charlas: hablamos sin tapujos, sin vueltas, con ternura, con sinceridad. Y trato de ser honesto con todo, incluso con temas que son difíciles de hablar con un niño.

Hace unos días veíamos un documental de Maradona y me preguntó qué era la droga, qué era la cocaína. ¿Cómo se hacen los bebes? ¿Por qué te enojás tanto cuando manejás? ¿Por qué puteas a los jugadores de fútbol? ¿Cuándo me vas a llevar a la cancha? ¿Cuándo me vas a armar la pista de auto? ¿Voy a jugar en la Selección? ¿Qué es el autismo? ¿Cómo hizo el Ratón Pérez para llevarse el diente sin que me dé cuenta? ¿Te vas a morir? ¿Me querés? ¿Te puedo dar un beso?

Supongo que, de niño, hice mis preguntas. Pero las respuestas eran escuetas. Mi padre hablaba (habla) mucho, pero el modelo de sus oídos venía con las ventanas selladas. Y sus preguntas siempre fueron pocas: ¿cómo andás? Y mis respuestas, más cortas aún: bien.

3.

Escribir me salvó la vida. Me sacó del pozo del silencio, me permitió decir lo que mi boca no podía o no se animaba a decir. Entonces leo, que es una forma de escuchar, y escribo, que es una forma de hablar.

Suelto las palabras en el pentagrama de renglones, las junto, las guardo y las vuelvo a tirar, como dados, y cada tanto tengo un golpe de suerte: una generala, una escalera.

Yo juego para vos, mamá, decía el Diego. Yo escribo para vos, Pedro y quizás para vos también, papá. Para que me puedas leer, para que mi voz te acompañe en los días que siguen, para que juntos recordemos este ida y vuelta, el color de nuestras voces.

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