“Un dios menor” de Jorge Carranza

“Un dios menor” de Jorge Carranza

Leandro Calle
Especial para HDC

Cuidada edición la de la editorial cordobesa Lago. Un papel exquisito, hoy casi inhallable por los imprenteros y editores. Y en el papel, en ese desierto blanco inmenso, se mecen, como barcos a la deriva, un puñado de versos. Porque la poesía de Jorge Carranza es una poesía del despojo. Poesía pura en el sentido de “casi mística”, como en la década del 20 lo sugirió el abad Henry Brémond en “Poesía pura”.

En el largo y blanco desierto de la hoja, es decir en el mar del silencio, sobresalen unas pocas palabras y en ellas encontramos asilo para la sed.

El libro se compone de tres partes. La primera es casi una introducción, compuesta por diez poemas. La segunda parte es la más personal, más íntima; y la tercera parecería componerse de pequeñas escenas cotidianas. Estampas, fotografías de un ojo barrial y atento. Porque es preciso decirlo, la mirada de Carranza es una mirada atenta al concepto profundo de pueblo. Sin cursilerías ni sensiblerías, puede llegar a meter el dedo en la llaga o a generar una lágrima tan pura como la nieve que aún no ha llegado al suelo.

Encuentro en la poesía de Carranza muchas influencias, muchos afluentes que han desembocado en su escritura, pero están debidamente asimilados. No quedan hilachas, ni innecesarias citas. Está integrado todo a su propia voz.

“Un sauce/ junto al río. // Sus ramas/ rozan el agua. // Olitas con sol/ se llevan/ su pena. // El sauce lo agradece. // El sauce/ el río/ son en mí.” Cómo no encontrar allí, reminiscencias de Juanele, el poeta entrerriano. O cuando dice: “El dolor barre/ tala/ poda/ pule/ talla. // Maestro oscuro gracias. // Muchas gracias.” Cómo no recordar el poema “Fracaso”, del venezolano Rafael Cadenas.

Carranza, desde su escritura, logra hacernos recordar poetas y al mismo tiempo, navegar sus propias aguas, porque la poesía, de algún modo, es construcción colectiva. No acontece como un aerolito que viene de otra parte, sino que crece lentamente nutriéndose de la tierra y el agua que la sostienen.

Lo que maravillosamente logra Jorge en este libro es una poesía liberada de todo lastre. Machadianamente hablando, una poesía “ligera de equipaje” (casi desnudo como los hijos de la mar, dice el español): “Salí de casa una mañana. / Caminé tanto/ caminé. // Muchas cosas/ se fueron en el camino/ se fueron/ y para bien…”

En Carranza no hay resignación, hay una sabia aceptación de la porción de tiempo que nos ha tocado en suerte. Hay conciencia (“El perro de la soledad/ muerde y no suelta”) y también conciencia de la finitud: “Un día/ vendrá por mí/ la última marea. // Tal vez/ allá/ en el mar/ sin orillas/ la luz que besa el mundo/ tenga su casa. // Y si no/ no importa”. Casi una fe sin esperanza (la esperanza es engañosa).

Poemas capaces de albergar una sed (la propia o la ajena) en un más allá, y si no -no importa- son capaces de alumbrar su propio apagarse, justificar su luz en la propia extinción.

En resumen, lo que reverbera en los versos de Jorge Carranza es agradecimiento a la vida, eso sí, con un cierto tinte de nostalgia ante el paso del tiempo.

El poema de contratapa tiende la mano, para darnos una de las claves fundamentales en la lectura de poesía: el asombro, la mirada del niño.

En tiempos difíciles, este libro es una mano abierta, una invitación para ver un poco más allá. Hic et nunc de la poesía (Aquí y ahora). “Hartos de mirar sin ver” decía Antonio Machado. Aquí, los versos de Jorge Luis Carranza son como un mar que nos lame los ojos, y nos va quitando las escamas, las cáscaras, las películas adheridas para devolvernos el asombro, el redescubrimiento del mundo:

Desde la costa
un niño
que me conoce
mece
un farol
para que
no me pierda.

Pasan los años.

Cada vez
Sé menos.

En cada cosa
veo
un dios dormido.

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