Una historia más alta que su monumento: Myriam Stefford, la baronesa del aire

Por Pancho Marchiaro

Una historia más alta que su monumento: Myriam Stefford, la baronesa del aire

Por Pancho Marchiaro (especial para HDC)

La mascota se sobresalta y a través de su correa le traslada un tirón a la dueña. Ella no pierde su intrépida compostura: está acostumbrada a los riesgos y excentricidades de “Gaucho”, su leopardo. Los frecuentes paseos juntos, por el Parque Tiergarten, en Berlín, podían incluir algún sobresalto menor. Es 1931 y esas caminatas cronicadas por el periódico La Prensa, vienen con un retrato de la bella y la bestia. Ella no lo sabe entonces, pero la bestialidad y los riesgos merodearían su futuro hasta derribarla mortalmente.

Rosa María Rossi, luego conocida e inmortalizada como Myriam Stefford, nació en Suiza un 20 de octubre de 1905. Aunque fue presentada en sociedad como baronesa, no hay pruebas de su linaje noble. Sí sobran vestigios sobre su belleza deslumbrante, definida como “un halo luminoso”. Conoció a quien sería su primer y único esposo, el multimillonario argentino Raúl Barón Biza, a sus 20 años, cuando ya era una actriz de Hollywood. Había integrado el elenco de “La Duquesa de Chicago” y “Poker de ases”, ambas películas de alcance mundial.

Ella era una “flapper”, una “starlet” de los locos años veinte, condiciones de difícil traducción al español y al siglo XXI. Pero imaginemos una mujer joven y extrovertida, decidida, un imán para el lujo, los bares y los clubes de jazz. Una protagonista fulgurante para las cámaras y el peligro.

Poco después de casarse, en Venecia, cuando su esposo contrató todas las góndolas de la ciudad para que la boda gozara de pleno protagonismo, llegó definitivamente a Argentina con una idea fija: unir las capitales de las provincias (en ese momento 14) en una avioneta que luego le llevaría a Estados Unidos bajo su propio comando. Uno de los autos más caros del mundo, diamantes y rubíes, no la persuadieron de llevar adelante una locura que sólo habían intentado tres personas, obviamente ninguna mujer, y varios pagaron el viaje con su vida.

Ella llevaría adelante la travesía en una nave bautizada “Chingolo”. Un biplano sin radio y con un motor que desarrollaba un puñado de caballos de fuerza y apenas 160 kilómetros por hora. No tenía cabina, e iba a la intemperie por el cielo de historia, enfrentado las inclemencias del tiempo con su rostro cinematográfico.

El 18 de agosto de 1932, la Stefford -también conocida como “Miss Siglo XX”- emprendió su vuelo junto a un aire helado, Luis Fuchs, su copiloto e instructor, y un revólver que llevaba en la cintura por si debía aterrizar en la selva.

Antes de despegar tuvo dificultades para ponerse los guantes debido al anillo de compromiso. Ese aro estaba coronado por uno de los diamantes más importantes del siglo, la “Estrella del Sur”, cuya piedra de 45 quilates ostentaba un valor tan monstruoso como su propia leyenda: todas sus anteriores dueñas habían fallecido trágicamente.

Partiendo de Buenos Aires, Paraná fue la primera ciudad para aterrizar. Ese mismo día le siguieron Corrientes y Santiago del Estero, sorteando tormentas y más de un aterrizaje forzado por desperfectos. Nada de aeródromos, se hacía tierra en campos o pastizales.

El trayecto hacia Salta también presentó complicaciones y, en Los Cerrillos (tragicómicamente el mismo nombre donde hoy descansan sus restos) su avioneta sufrió una herida, y sus dos alas se quebraron para no volar nunca más.

Pero el maldito deseo de estar en el firmamento era tan imparable que consiguió un nuevo avión. La máquina suplente llegó desde Buenos Aires a Salta y sería bautizado “Chingolo II”.

El 24 de agosto realizó el tramo Salta-Tucumán, mientras que el 25 despegó con rumbo a Catamarca. Allí, después de un descanso de una hora, emprendió el trayecto a La Rioja, donde hicieron noche. El 26 de agosto se elevaron rumbo al cielo del sur. Siempre en lo alto…

“Viajero, detén tu marcha y rinde el homenaje de tu emoción a la mujer que se cubrió de gloria queriendo eclipsar a las águilas”, diría un monolito construido en la Pampa de Marayes, un paraje en el medio de la nada y destino final de la intrépida aviadora y su historia celeste. Sus pompas fúnebres estuvieron a la altura del cielo, con ocho caballos tirando el cortejo al que asistieron más de 5.000 personas desfilando en tierra, mientras que aviadores colegas lanzaban flores marchitas a la multitud ardiente. Las misas posteriores, las placas y el baño en orquídeas del panteón, fueron el comienzo de la obsesión fúnebre del viudo.

Por el lado femenino, un tiempo después concurrió al cementerio de Recoleta Carola Lorenzini, quien llevó flores a la baronesa del aire después de haber unido en vuelo esas 14 esquivas provincias. Lorenzini disfrutó poco su proeza porque sufriría un fatal accidente aéreo unos meses más tarde.

La monstruosa condición feminicida de su marido sembró sospechas de sabotaje, debido a unos supuestos celos con Fuchs, el desafortunado instructor de vuelo. Eso no ha sido probado, al menos todavía.

El Ala

La envergadura de Stefford, cuya historia suele estar opacada por la excéntrica sombra del viudo Barón Biza, es una cicatriz para todos los azules del cielo que nos regala el municipio de Santa Ana, camino a Alta Gracia. Allí se erige el Ala. Este mausoleo, con un peso de 170 toneladas de cemento, que es más alto que el Obelisco de Buenos Aires y cuyas costillas cuentan 406 escalones, es obra del arquitecto Fausto Newton y fue inaugurada el 30 de agosto de 1936.

Sus raíces se nutren, aparentemente, del tesoro incalculable que supone el ajuar de joyas de Myriam, enterrado en su corazón de concreto. Mientras tanto, su cenit está coronado por un faro aéreo y un amarre para zepelines. Ambos jamás fueron usados.

Con los ojos enredados y las palabras húmedas, el día de la inauguración de “El Ala” estuvo presente el gobernador Amadeo Sabattini. En ese momento no sabía que ese viudo y correligionario sería su yerno, y el verdugo de su descendencia. Nadie sabía, tampoco, que ese bochinche de risas entre niños era propiciado por un chico llamado Ernesto Guevara.

Antes de todo lo que puede pasar está el presente, donde el Gaucho y ella siguen paseando, donde las joyas se iluminan con los acordes del jazz, en el momento preciso que el Chingolo arremete contra el cielo de agosto, con la cara contra el frío y el corazón hacia la historia.

Muchos datos han sido reunidos por Christian Ferrer, en “Baron Biza, inmoralista”, (Sudamericana).

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