Nuestra peor cara

Nuestra peor cara

Habitualmente escribo buscando una esperanza, un camino positivo, que promueva decisiones y actitudes solidarias, colaborativas, cooperativas. Creo que ese el camino. Pero eso no me convierte en un ignorante de los valores sociales, las culturas tóxicas, injustas, insostenibles, que nuestra sociedad ha venido desarrollando desde hace décadas.

El lenguaje es simbólico, estructural y construye nuestra identidad individual y el contrato social que nos rige, cuando se dice como una verdad”, cuando se oculta porque son palabras prohibidas” o se expresan como locuras”. Para curar una enfermedad con una base cultural, primero es necesario reconocerla, para luego tratarla con posibilidades de éxito. Eso debe prescindir de las culpas, so pena de sostener un círculo vicioso que se refuerza inconscientemente; verbalizarlo, hacerlo consciente y perdonarse es el comienzo de una construcción colectiva y virtuosa. Los argentinos creemos y decimos que somos solidarios, pero algunos decimos que es más fácil reuninos que unirnos, y nuestro lenguaje históricamente reafirma esto último. En los 60 decíamos Yo, argentino”, como una forma de decir yo en eso no me meto”; en los 70, algo habrán hecho”; en los 80, a mí no me va a pasar”; en los 90, it´s not my business” (eso no es mi problema”); en los primeros 2000, estos son mis derechos”; ya en la segunda década, la culpa la tiene el otro”; y finalmente pareciera que ahora la frase será mi libertad no la puede restringir nadie”. Expresan nuestra identidad colectiva: muy lejos de la solidaridad, colaboración y cooperación.

Esta identidad, se ve reforzada por aquello de lo que omitimos hablar por lo que constituirían palabras prohibidas, como la muerte, y sobre todo de algunas de sus formas. Hablamos mucho de la muerte por inseguridad (2.200 casos por año), o de femicidos (300 mujeres matadas por año); pero nada decimos de los 3.300 suicidios anuales, 600 de mujeres y 2.700 de hombres; o de los 5.500 muertos en accidentes de tránsito por año. Y decimos fallecimiento”, se nos fue”, Dios lo llamó”, como eufemismos para no decir muerte: esa, tan presente en esta pandemia, es una palabra prohibida, ante cuya evidencia negamos, minimizamos, atribuimos a conspiraciones o concluimos que es inexorable.

En un mundo más abierto y diverso, son pocas las locuras” que sobreviven como consensos sociales amplios. Así, las grietas convierten en locura para unos lo que es verdad para otros. De todas maneras, podemos decir que pasar un semáforo en rojo, conducir con exceso de velocidad, tener adicciones, violar normas de convivencia, o ignorar los riesgos del Covid-19 son locuras verbalizadas, pero que son relativizadas, o normalizadas, porque todos lo hacen”.

El marketing ha sido (y es mucho más en la pandemia) la más poderosa herramienta educativa de las últimas décadas. Desde que, entre los 50 y los 70, se basaba en el deseo, en las primeras décadas de este siglo en que se basó en el miedo (a no tener, a no pertenecer, a no ser considerado exitoso, etc.) con un mecanismo en donde se encuentra una carencia (algo que nos falta pero no lo sabemos), se hace consciente y necesario”, se elabora un fetiche (que promete cubrirla) y se ofrece a cambio de dinero, aún del que no se tiene y, por tanto, exige endeudamiento de las familias, que así se someten al sistema. En estos últimos meses el marketing (sea como comunicación publicitaria o supuestamente periodística) aviva la identidad afectiva e individual de pertenecer a un pequeño grupo (ideologizado, sin evidencias verificables ni razonamientos lógicos, sino afectivos, que son fácilmente manipulables), con frases como vive ya”; mi libertad es absoluta”; no creo en nada ni nadie”; los otros son irresponsables”; quien no está conmigo está contra mí”; nada de lo que haga afecta a los demás”; nada que lo que haga servirá a los demás”… Hasta interpretaciones conspirativas, paranoicas, y siempre extremas.

Una cultura y valores súper individualistas, o de pequeños grupos, que comienzan a hacer realidad las peores predicciones respecto de la sociedad, en donde lo que creemos y hacemos se convierte en una profecía autocumplida. Así, se entiende que ante la evidencia del aumento de la mortalidad y la saturación de los sistemas de salud, se proclame que el virus no existe”; o que existe pero es exagerado”; siguiendo por la cuarentena o el aislamiento son una forma de control social de los gobiernos”. O no hay solución posible”. Hasta salidas de realismo mágico, recurriendo a herramientas de pseudo ciencias que buscan reducir la angustia en burbujas negadoras de la realidad.

¿Es posible cambiar el sentido de este círculo vicioso de autodestrucción social? Sí, lo es: construyendo lazos afectivos –la racionalidad científica es insuficiente aunque necesaria- de escucha, comprensión, empatía, contención y protección interpersonal, de cuidado, información, colaboración, cooperación e integración, ante la evidencia de hechos indiscutibles que concluyen en nadie se salva solo.

Hoy todos podemos ser emisores de contenido, por lo que, si no comenzamos ya, seremos parte del problema, más que de la solución.

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