Los behtlemitas, a cargo de la vieja cripta cuando fueron expulsados los jesuitas por el soberano español, fueron expulsados a su vez y posteriormente, por Rivadavia, ese Bernardino y sus buenos modales tan porteños y aculturizados. Los behtlemitas eran para los pobres que se morían de cólera y Bernardino, ese Rivadavia, no quería behtlemitas, ni cólera y menos pobres.
El agua que brotaba del muro del Norte, se supo después, era por las napas subterráneas de las aguas que antes hacían el río Chiquito, hoy escondido bajo la urbanidad de cemento. Este brazo del Suquía, que fuera desaparecido hace años cuando se trazó el ejido urbano, vive bajo la superficie de la ciudad y hace llorar, de tanto en tanto, a la pared; la pared que llora las lágrimas de los jesuitas, lágrimas en las que se bañan los 400 cuerpos enterrados en la ¿soledad de la Cripta?
¿Soledad? Si acaso hubiera soledad.
_ ¿Quién nos va a explicar las pisadas?
_ ¿Qué pisadas?
Las pisadas que se marcan una y otra vez por un calzado sucio y sus suelas de tierra. Pisadas que no se explican. Pisadas que no se pueden barrer. Sí pintar. Las pintan a las huellas pero vuelven a aparecer. Y las vemos. Están ahí, en el techo. En el techo de la Cripta. ¿quién camina el techo de la cripta? ¿Soledad? Acá no hay soledad ni en la más profunda oscuridad.

¿Soledad ahí donde muchos dicen haber visto a alguien? ¿Puede ser eso sinónimo de soledad? ¿Hay soledad ahí donde 400 almas soportaron con pena la extremaunción, donde miles de sacerdotes jesuitas y betlemitas fueron echados como perros después de una misión que ni el Rey primero, ni Bernardino después, pudieron hacer? ¿Soledad?
¿Es posible la soledad ahí, bajo la superficie de la segunda ciudad del país, cientos de años, cientos de historias? ¿Es posible la soledad si hay alguien visto, olido, sentido, que cuida a sus muertos? Alguien visto, olido, sentido, que cuida a sus muertos.
El alguien visto es un monje. Su largo traje. Su túnica. Gris. La vestimenta de un behtlemita. Y sus encuentros en la cripta jesuítica de la Colón. Un estudiante de enfermería. Una mujer que cura el empacho. Uno de los guardias. Todos. Todos lo vieron. Cómo negar que no hay soledad.
El monje, aseguran, está cuando se lo necesita. Una señorita, que no sabía que el monje no debía estar, se asombró de su amabilidad. Encontrados, por obra del azar, de frente, ahí en el subsuelo de esta Córdoba y sus fantasmas, en un pasillo angosto, solos en su soledad los dos; ahí, en la intimidad, el hombre respetuoso y su túnica gris se hizo a un lado, se puso de perfil y la invitó a pasar, con gesto de mortal. Pero inmortal. Sanadores behtlemitas. Amables behtlemitas.

En el centro, en el corazón de la Cripta, se cree, está enterrado uno de los Mujica, antiguos dueños de todo esto. Hace un tiempo, en unas vitrinas que están en el mismo centro, sobre la tumba, se exhibían campanas. Y una noche, las campanas que estaban en la vitrina que estaba justo donde se cree que descansa un Mujica, esas campanas, aparecieron cambiadas. La de un país apareció con otro cartel. Y la de otro, con otro. Y así, todas desordenadas. No hubo quejas ni reclamos. Las acomodaron como quien pone en su lugar una baldosa floja. Las pusieron donde correspondía. Una noche más volvió a pasar. La oscuridad ganó la Cripta y al amanecer, el amanecer mostró tumbada, tirada, con desprecio, con desdén, la campana de Roma. Con Roma, en la Cripta, está todo mal.
Entonces, ¿Quién nos escucha y tumba las campanas y camina dejando huellas y lleva largo traje gris y canta cantos gregorianos en las noches sin luna en la Cripta sin sol de la Córdoba subterránea? ¿Quién? No sabemos. Pero debemos aprender, de una vez y para siempre, que en las entrañas de la tierra de la ciudad sin mar jamás estamos solos.