“El abrazo de la serpiente” y “Frontera verde” son los títulos de una película y una serie colombianas, que muestran una línea de fondo compartida. Esa línea se ve reflejada en algunos importantes textos y discusiones actuales sobre la crisis ecológica.
Se trata de pensar la devastación ambiental actual a partir de otra experiencia histórica, horrorosa y cruel, que vivieron los pueblos nativos desde la Conquista. Para ellos, directa o indirectamente fue un exterminio, el fin de su mundo. Aunque no hay que ser simplistas en las explicaciones de lo sucedido, sin duda significó un holocausto, que tiene ramificaciones hasta hoy.
Extinciones y salidas
Desde la perspectiva de la comparación entre aquel exterminio y la crisis ecológica actual, que para muchos es ya una extinción, la película y la serie dicen algo más.
Primero, que hay una conexión de todos los procesos vitales (o mortíferos) en la naturaleza. Lo que para esas culturas se da en la selva, como matriz de la vida y la cultura, podríamos extenderlo al mundo entero. Ya no hay cultura y naturaleza como cosas separadas, sino una interacción indisociable, que puede ser virtuosa o dañina, y cada quien es también responsable por la dirección que tome.
Segundo, que ni una romántica vuelta al pasado ni el cientificismo tecnofílico pueden explicar la situación, ni mucho menos revertir por sí mismos el daño causado.
Por el contrario, parece siempre que lo mejor de la Humanidad procede del intercambio de muchas fuentes diversas, creativas, que se nutren, se corrigen y se potencian mutuamente, siempre que estén en contacto con aquella base de su existencia. Eso que en filosofía se llamó “mundo de la vida”. Es ahí donde material y espiritual, teoría y práctica, humano y no humano, “ellos” y “nosotros”, pierden su dualidad y se encuentran sin perder sus particularidades, pero viendo su imbricación y dependencia mutuas.
El fin del hombre
Toda esta crisis, en sus diferentes facetas, significa un modo de asomarse a lo que la tradición monoteísta llamó el apocalipsis, o, en términos de mis nonas, la fin del mundo.
En esa tradición hay una relación directa entre el origen de la idea de fin del mundo y la puesta en escena del ser humano como centro del universo y de todo lo valioso en él.
Dejaré para otro momento la cuestión del origen y el fin del mundo, y me concentraré en la centralidad que se dio al ser humano: la idea del ser humano como centro y finalidad generó efectos notables; uno de ellos se consolidó en lo que se llamó “humanismo”, que crece desde los “studia humanitatis” (heredados por las “humanidades” de nuestras facultades de filosofía) del Renacimiento, tiene ecos en el Romanticismo, y llega al marxismo y el existencialismo del siglo XX.
Ese humanismo hoy está en cuestión, junto con toda la historia de las relaciones y dicotomías de cultura y naturaleza. Ya había recibido varias críticas en el siglo XX, por ejemplo, porque se centró en el ser humano y olvidó el ser, que es la base y lo que determina todo lo que es (Heidegger); o porque inventó soberanías para el ser humano que, en el fondo, lo sometieron a otras reglas y le impidieron asumir su poder (Foucault).
Pero hoy, sobre todo, en diversos ámbitos –académicos, políticos, económicos– hay quienes toman en serio aquellas muertes y sus modos de supervivencia, sucedidas a partir del colonialismo, para comparar con lo que está sucediendo con nuestra crisis ecológica.
Esa crítica está incluida en lo que se llamó “post humanismo”, que cuestiona al humanismo como un modelo cerrado sobre la preeminencia y capacidad humana, que quitaba relevancia no sólo a los demás seres de los ecosistemas, sino también a los otros seres humanos que no cabían en el modelo esperado.
Pero tomar en serio una cosa no implica necesariamente algo bueno. Vemos cómo otras respuestas a los problemas del humanismo caben bajo lo que se denomina “transhumanismo”. Es la idea de acelerar los procesos tecnológicos y abandonar definitivamente los lazos que nos atan no sólo a los demás vivientes, sino también a lo que de una u otra forma se denominó nuestra humanidad. Devenir otra cosa: máquina, software, nave cósmica… algo que nos permita dejar atrás eso que (ellos) siempre resintieron ser.
Pero en estas opciones resuenan las alternativas extremas de volver de modo indiferenciado al suelo nutriente, o abandonar lo que somos. Identificarnos sin distinción con la naturaleza o superar toda atadura a sus determinismos, mediante nuestra capacidad y arbitrariedad.
Al mismo tiempo, no podemos recaer en el viejo Humanismo, incapaz de vernos en el plexo de nuestras relaciones y condicionantes, forzando así una marcha hacia un fin sin salida. ¿Cómo volver a aprender nuestro lugar?