La matanza de los «Ingalls» cordobeses

Por Juan Cruz Taborda Varela

La matanza de los "Ingalls" cordobeses

El inicio del verano de 1984 fue húmedo y sofocante. Un verano para sufrir en la ciudad pero para aprovechar en el campo: más agua es más verdor y con ello todo lo demás. Bien lo sabía la familia Vicentini: padre, madre, hermano y hermana, abuelo y abuela. Eran los Ingalls de Sinsacate, apenas pasando Jesús María. Una familia de 6 que vivían en armoniosa comunidad entre ellos y con la naturaleza, en la que labraban cada amanecer: los cultivos, las gallinas, el tractor, las vacas. Todo era así para los Vicentini, los Ingalls de Sinsacate, en el inicio del verano de 1984.

Todo fue así hasta la mañana del 22 de diciembre del ‘84. Edgar Gustavo Vicentini era el más joven de la familia rural. Tenía apenas 19 años cuando esa armonía en la que había crecido se deshilachó como un plástico fino. Ese 22 de diciembre, poco antes del festejo navideño, mientras todos cumplían tareas en la granja como en una bucólica película de época, Gustavo, de 19 años, el menor de todos, en un rapto incomprensible e inesperado, tomó un rifle calibre 22 con mira telescópica y comenzó una cacería que no incluyó a ningún animal, pero sí a todos los integrantes de su familia.

El padre de Edgar estaba montado en su tractor, realizando tareas rurales. El hijo, a 100 metros de distancia, enfocó la mira telescópica y disparó una y dos veces. Le asestó dos tiros que ingresaron por la espalda y se alojaron en el corazón. El fin fue inmediato. Tras la primera baja, Edgar buscó a su madre, que estaba en el gallinero dándole de comer a los pollos. Le apuntó directamente a la cabeza: el tiro fue en la frente. Por las dudas, se acercó y la remató con dos tiros más

El sonido de los disparos alertó a la abuela materna, que se acercó al gallinero donde su hija, la madre de Edgar, había cerrado los ojos para siempre. El nieto observó todo en silencio. Una vez que la anciana estuvo inmóvil frente al cadáver, el joven apuntó al centro de la espalda y la bala se alojó en la médula espinal: parálisis total en ambas piernas para la abuela. Al oir los disparos y los gritos de terror, el abuelo corrió desde el corral de las vacas y encontró a su hija muerta y a su esposa agonizante. No tuvo tiempo de lamentos: un certero disparo en medio del corazón frenó cualquier intento de impedir la matanza.

Quedaba Roxana, la hermana. Ante ella, Edgar habló por primera y única vez desde que tomó el arma asesina, allí en la granja familiar en Sinsacate, allí en la idílica imagen de los Ingalls cordobeses:

_ Parate ahí, no te muevas -dijo el asesino a su hermana-.

La joven obedeció pero también le imploró:
_ ¡Gustavo, no me mates, por favor! ¡Soy yo! ¡Soy tu hermana!

Las palabras, sopladas al viento cálido del verano, se diluyeron en el aire. La puntería fue infalible. El primer tiro fue en la espalda y cuando estuvo frente a su hermana agonizante, los dos disparos de gracia fueron en la cabeza.

La abuela, paralítica para siempre, fue la única sobreviviente .

Edgar Gustavo Vicentini fue detenido inmediatamente. Se le practicaron todos los análisis necesarios. La doctora Paladini, psicóloga del Policlínico Policial, señaló que el imputado era un individuo con personalidad esquizoide con autodefensas obsesivas. Vicentini fue internado en la Colonia Vidal Abal, de Oliva, y allí la doctora Beatriz Butori, luego de un prolongado estudio, dictaminó que el paciente conocía todo lo que había hecho, pero lo rechazaba como propio. No le era posible aceptarlo. Quién puede aceptar que ha matado a su padre, a su madre, a su abuelo y a su hermana. Quién.

Le diagnosticaron esquizofrenia aguda en forma monosintomática. Es decir, no permanente. Los psiquiatras forenses de Tribunales informaron a los jueces que el acusado padecía una perturbación mental que le impedía comprender la criminalidad de los actos y que era peligroso para sí y para terceros, por eso aconsejaban su internación.

Sus defensores fueron los penalista Carlos Hairabedian y su socio Sánchez Freytes, que lograron la absolución de su cliente. El juez dictó el sobreseimiento de Vicentini de acuerdo a lo normado en el artículo 34 inciso 1 del Código Penal, que dice que no son punibles las personas que en el momento del hecho no hayan podido comprender la criminalidad del acto por alteraciones en sus facultades mentales.

El juez ordenó la internación en un manicomio del que no saldría sino por resolución judicial que declarase que había desaparecido por completo la causa que lo hacía peligroso para él o para terceros.

Al poco tiempo, los médicos del hospital Vidal Abal dijeron que Vicentini había experimentado una mejoría en su salud mental en forma notable. El veinteañero había quedado en completa soledad en este mundo. Pero tenía una compañía generada por el propio asesinato de toda su familia: una herencia millonaria. De Oliva lo trasladaron al centro de salud mental de Santa María. Allí recibió el especial cuidado de una enfermera que se encariñó prontamente con el paciente. Tanto, que se casaron y tuvieron un hijo. Tras esto, Edgar fue liberado. Le dieron por superada la enfermedad, con el temor que eso generaba. Libertad, amor, paternidad y millones lo esperaban para rehacer una vida destrozada.

A raíz de la liberación del joven matador y su herencia millonaria, las crónicas periodísticas de entonces no se ahorraron ironías que lindaban con el mal gusto:

“Es de hacer notar –dice un medio de Córdoba–, que el homicida es heredero de una cuantiosa fortuna y que, de salir en libertad, pasaría a administrarla. Y probablemente la defienda a los tiros”.

Salir de la versión móvil