La revolución será swiftie, o no será

Por Ariel Gómez Ponce

La revolución será swiftie, o no será

Cuando los artistas se pronuncian políticamente las discográficas tiemblan y los medios aguzan la mirada. Y es que el precio de involucrarse en una afrenta de ese tenor puede ser alto, no solo en términos monetarios: a Madonna, esa cantante rupturista cuyas profanaciones y cruces quemadas le costaron la entrada al Vaticano, se le cuestionaron los coqueteos con Menem cuando necesitó los permisos para la filmación de Evita; mientras que, años antes, a Elvis el rechazo popular le rozó el hombro cuando Nixon lo ungió como agente federal antidrogas, oponiéndolo a los Beatles, esos que profesaban el “lavado de cerebro comunista”.

A los seguidores de Alaska, ícono de la movida gay y under, su cercanía con el Vox los puso en alerta, y artistas como Beyoncé o la conductora Oprah fueron tachadas de cultura woke vacía dado su excesivo apoyo a las políticas de Obama. Izquierda o derecha, el tironeo paranoico no importa: cualquier posicionamiento puede desencadenar reacciones intensas, no siempre previsibles, en los seguidores.

Nada de eso parece importarle a Taylor Swift, quien acaba de expresar públicamente su apoyo a la candidata demócrata Kamala Harris minutos después de haber finalizado el debate con su opositor, Donald Trump. Poco menos de dos meses restan para las elecciones de los Estados Unidos, luego de una campaña muy reñida, en especial por la escisión social que se vive, allí donde también dos modelos de país se están disputando. “Votaré por Kamala Harris y Tim Waltz en las elecciones. La votaré porque lucha por los derechos y causas que creo que necesitan una guerrera que los defienda”, afirma Taylor Swift, suscribiendo a su posteo de Instagram como “La señora de los gatos sin hijos”. La firma, que parodia las palabras de J.D. Vance (compañero de fórmula de Trump quien, con esos términos, supo menospreciar a Harris y sus seguidoras), verbaliza al fin una larga confrontación tal vez no tan explícita, pero que tuvo su conflicto más reciente cuando el expresidente se sirvió de la IA para hacer que la cantante, con imágenes truchas, apoye su candidatura.

Ahora Trump, sus arietes más potentes (Elon Musk a la cabeza) y su ejército de twitteros enardecidos le sugieren a Taylor Swift que, de política, mejor no hablar y quedarse tras la barricada. Pero ¿cuándo le corresponde entonces a una celebridad declararse políticamente? ¿Debe hacerlo? ¿Por qué algunos cuestionamos el silencio de Emilia Mernes durante las elecciones de 2023, mientras otros siguen cobrándole a Lali Espósito aquel escueto “qué peligroso, qué triste”? ¿De qué nos habla la intensa revuelta que provocó el posteo de la autora de The Tortured Poets Departments, ese disco que lleva meses imbatible en el puesto número uno y que Mariana Enríquez celebra como una verdadera obra de arte de nuestro tiempo?

Su palabra será crucial, es cierto. Pero a Taylor Swift nunca le exigimos que haga explícitas sus posturas: por ella, sus fans habrían de pronunciarse siempre que fuera necesario. Lo hicieron incluso durante las elecciones presidenciales en Argentina cuando el lema “swiftie no vota Milei” invadió las redes, mientras su visita con la exitosa gira The Eras Tour revolucionaba a jóvenes, adultos y medios por igual. No necesitó declararse frente a la disputa política, porque el fanatismo no se limita solo a la devoción cultual de una artista: involucra la formación de comunidades bastante homogéneas, como ese enjambre que hoy llamamos “swifties”. Esa micro-sociedad sin precedentes nos sugiere que, detrás de la obsesión por el detalle biográfico de su ídola y del consumo desbocado de sus discos e infinitas reversiones, una serie de valoraciones sobre el mundo se están cultivando, muchas veces a pesar de las pretensiones del mercado.

Es verdad que Taylor Swift ha repetido muchas de las consignas que el marketing le expropió a los movimientos LGBTQ+ y al feminismo heredero del #MeToo: “A la mierda el patriarcado”, exclamó en All Too Well, mientras se burlaba de los privilegios masculinos en The Man y, en You Need To Calm Down nos advertía que el odio nunca hizo que un gay fuera menos gay. Sin embargo, esos pequeños gestos que esparce fragmentariamente parecen movilizar un régimen de valores que va mucho más allá de la igualdad y la diversidad sociosexual: direccionan modos de relacionarse con el otro, juicios que se activan cuando los sujetos socializan entre sí y que sugieren un cuidado mutuo. En esas canciones que celebran el amor, Taylor Swift desperdiga pequeños signos que, sin el aguijoneo del mercado, sus fans espontáneamente transformaron en verdaderos acontecimientos para su socialización: hicieron de August un himno cada primero de agosto (única canción de habla inglesa que alcanza el top global en Spotify Argentina), como también expandieron You’re On Your Own Kid a la categoría de ritual cuando intercambian pulseras (las “friendship bracelets”).

Hoy, Taylor Swift confía en que esos valores depositados en su obra están ahí, a la espera de germinar: a sus casi trescientos mil millones de seguidores no les impone la elección de un candidato, sino que los convoca a estudiarlos y conocer cómo afrontarán temas que ella -y sus swifties- consideran apremiantes. Los deja librados a su albedrío y, de paso, pega una estocada magistral que puede cambiar el curso de la política estadounidense: aceptar que su decisión electoral es fruto del debate es otro modo de invitar a los indecisos a tomar partido, aunque fuera a última hora.

Hay que remontar el río de lo banal para entender cómo lo político acontece en nuestros tiempos. Una candidata que, como Kamala Harris, se precie de ser sagaz sabe intuir que la representación política no pasa ya por la afirmación férrea en los partidos, el personalismo o incluso las orientaciones de izquierda o de derecha. Quienes pronto vienen a participar democráticamente (Milei y la derecha lo vieron con claridad) forman hoy comunidades más dispersas, apenas hilvanadas por esta serie de valores, posturas, sensibilidades y maneras de percibir el mundo que el mercado despliega para que los sujetos reapropien. Mientras el mundo motivacional que promueve lo fitness con sus “gymbro” y su individualismo recalcitrante hoy parece organizarse en torno a una derecha extraña, otros fenómenos inusitados emergen en el horizonte cultural, y desconocemos en qué playas ideológicas irán a desembarcar los veranos que hoy son “brat” o las chicas que viven un “female rage”.

Se equivoca quien le arrebate la carga política a la banalidad: las swifties son prueba de ello. Y es que Marita Mata lo supo decir: más allá de la administración del poder y del gobierno de los sujetos, la política es también esa manera de construir la convivencia presente y el diseño de futuros posibles. Quizá allí, en esas formas sociales que los consumos habilitan, otros cuestionamientos a nuestra realidad puedan despertarse entre los jóvenes, quienes, después de todo, traerán las utopías de renovación política. O para decirlo en el “swiftilecto”: solo resta cancelar todos los planes en caso de que esa promesa nos llame, y vivir por (y para) esa esperanza.

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