La verdad que huye del caso Dalmasso

Por Ricardo Ragendorfer

La verdad que huye del caso Dalmasso

Durante la mañana del 26 de noviembre de 2006 hubo una gran conmoción en la ciudad de Río Cuarto, con una población, según el último Censo Nacional, de 183.561 habitantes. Desde ese momento, por cierto, había uno menos. Y el epicentro del asunto era un lujoso chalet de la calle 5 del barrio cerrado Villa Golf. Allí, en un espacioso dormitorio, policías de civil y peritos realizaban su trabajo en torno a una cama donde yacía una mujer.

Era Nora Dalmasso, de 51 años, la dueña de casa. La imagen de ella era singular: su rictus mortuorio, entre sorprendido y anhelante, sugería que había sido malograda con suma delicadeza durante una relación sexual: el cinto de una bata enrollado en el cuello sugería tal parecer. De hecho, el joven fiscal Javier Di Santo miraba con mucha atención el procedimiento de hisopado vaginal efectuado por un legista. Este impostó una expresión facial cargada de profesionalismo al exhibir la muestra capturada: una gotita blanquecina de naturaleza viril. El fiscal, casi por reflejo, sonrió. Luego alzó la mirada hacia la pared, donde había un pesado crucifijo de madera y bronce. Su sonrisa se disipó.

A la derecha de la difunta, en la mesita de luz, había un libro. Era una novela de Paulo Cohelo titulada “A la orilla del río Piedra me senté y lloré”. Su portada despertó el interés de un sujeto con gafas espejadas, aire torvo y traje gris. Era el jefe de la División Homicidios de la Policía de Córdoba, comisario Rafael Sosa. Con manos no enguantadas, revisó el volumen con minuciosidad, como si sus páginas tuvieran alguna pista del crimen. Luego dejó sus huellas en un cenicero y en un vaso de agua a medio tomar. Finalmente, atendió una llamada, mientras prendía un cigarrillo, cuya ceniza fue depositada en aquel cenicero. Su expresión ahora irradiaba cierta impaciencia.

Minutos más tarde, ya en la calle, enfrentó a la prensa. Entonces, para el regocijo de los movileros, supo revelar la coincidencia temporal entre el acto amoroso y el deceso de la víctima, puntualizando que, en el preciso instante del crimen, su esposo, el médico Marcelo Macarrón, estaba en Punta del Este, donde había ganado un torneo de golf. Y remató: “El caso está en vías de esclarecerse, señores. Los rastros genéticos que levantamos nos llevarán al asesino”.

Este hecho pasó así a engrosar el rubro de los asesinatos cometidos en countries y/o barrios cerrados; un rubro que, en el transcurso de las dos últimas décadas, atesora resonantes ejemplos. Su episodio más reciente fue el femicidio de Silvia Saravia, de 69 años, seguido del suicidio del matador, su esposo, el acaudalado empresario Jorge Neuss, de 73. El hecho sacudió la calma chicha del Martindale Country Club, en 2020. Fue cuando él la tomó de los cabellos para dispararle un balazo en la cabeza con una Magnum 357 para proseguir la faena con un tiro en su propia boca.

Los rulos del azar hicieron que, un lustro antes ocurriera otro femicidio en el Martindale, en 2015 el ejecutivo Fernando Farré le asestó 66 puñaladas a su ex esposa, Claudio Schaefer, cuando mantenían tratativas por la división de bienes. La residencia de Farré estaba a 150 metros del hogar de los Neuss.

Pero si hubo un femicidio de abolengo sobre el cual la prensa derramó océanos de tinta, fue el de María Marta García Belsunce, en 2002 en el country El Carmel, también de Pilar. Ya se sabe que por tal hecho fue condenado (y después absuelto) el viudo Carlos Carrascosa. Y ahora aguarda turno en el banquillo su vecino, Nicolás Pachelo, sobre el cual, a modo de única evidencia, solo incide su fama de inadaptado social. De manera que el caso en cuestión parece desfilar inexorablemente hacia la impunidad de su verdadero autor.

Algo parecido ocurre con el crimen de Nora Dalmasso. Aquel comisario Sosa se refería a la muestra de semen obtenida por el hisopado vaginal: toda la investigación estaba cifrada en el análisis del ADN en cuestión; por lo tanto, el nombre del asesino afloraría en unas horas. Pero en el medio hubo una circunstancia imprevista: de esa muestra, los espermatozoides se habían dado a la fuga. Según se dijo luego, esa muestra era tan pequeña y frágil que el proceso de análisis la consumió.

En ese instante la pesquisa cayó definitivamente en picada. El resto no fueron más que patadas al vacío: las antojadizas imputaciones al pintor Gastón Zarate, al hijo de la víctima, Facundo Macarrón, y al ex asesor del gobierno cordobés, Rafael Magnasco. Todos fueron sobreseídos. Tampoco tuvieron sustento real los chismes sobre los presuntos amantes de Dalmasso ni los supuestos lazos económicos de su esposo con encumbradas personalidades del poder.

Mientras tanto, el comisario Sosa –puesto con posterioridad al frente de la División de Drogas– terminó preso por su convivencia con narcos. Mientras tanto, el fiscal Di Santo fue reemplazado por Javier Miralles, y éste, a su vez, legó su competencia al doctor Luis Pizarro. Aquellos enroques no hicieron que la causa avanzara un solo palmo. Pero Pizarro logró llevar a juicio oral a Marcelo Macarrón. Ignora quién fue el femicida y por qué razón mató a Dalmasso, pero está convencido de que el viudo fue el “instigador”. Notable. Tanto como sus recientes declaraciones: “Haber elevado la causa a juicio es un éxito en sí mismo. Pero lo que ocurra en el juicio es una cuestión aleatoria”. ¿Ese hombre era consciente de lo que en realidad decía?

Al cumplirse el décimo quinto aniversario de esta historia, cabe evocar un principio de la criminología: el tiempo que pasa es la verdad que huye.

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