Libros donados

Por David Voloj

Libros donados

Cada tanto, alguien dona libros para la escuela. No me refiero a los fantásticos (y tan necesarios) ejemplares que envían los ministerios de Educación, nacional o provincial, a través de los distintos planes de promoción a la lectura. Se trata de otra clase de libros, de viejas ediciones de Bruguera y Emecé, best sellers que alguna vez fueron furor y hoy ni siquiera se pueden canjear en las casas de usados. Están maltratados, deshojados. También suelen aparecer manuales de computadoras que se dejaron de fabricar a principios de los 90, o anuarios mundiales de la época en la que aún existía la Unión Soviética.

Libros, muchos libros: esas enciclopedias (incompletas) que salían con el diario, diccionarios de francés, manuales de literatura o de ciencias con los ejercicios resueltos y a los que le faltan las tapas.

-¿Qué vamos a leer, profe?

-Hoy no vamos a leer nada. Hoy vamos a hacer origami.

-¿Y eso?

-Son aviones, naves espaciales, estrellas, pajaritos, formas que se hacen doblando papeles.

-Ahhh… ¿Y usamos una hoja del cuaderno?

-No gastemos los cuadernos. Vamos a arrancar las hojas de todos estos libros.

-¿Los vamos a romper?

Es probable que quienes donan estos libros sean ecologistas y quieran que los estudiantes aprendan a reciclar papel. O que tengan, en la clase de plástica o tecnología, material para hacer recortes. Tal vez a estas personas las impulse el deseo de que los niños aprendan origami, esa milenaria técnica china (o japonesa, según la fuente que se consulte) de plegado de papel que, en algunos países orientales, se aprende desde la primera infancia. Quizás sea eso, sí, me digo y me repito sin estar muy convencido.

-No me sale la estrella, profe. Venga rápido.

-Acá también. Se me rompió esta parte de la hoja.

-De a uno, ya voy. Los que ya aprendieron la primera parte, ayuden a los compañeros.

En las cajas con donaciones se pueden encontrar desde catálogos de Avon y partes de catecismos hasta algún ejemplar de los Record Guinness de 1992. Perdón que insista con la enumeración de cosas que aparecen, pero no deja de sorprenderme.

¿Por qué se llevan esta clase de libros a una escuela? ¿Quién espera que los leamos? ¿Por qué no los sacan a la calle?

En un segmento de “La venganza será terrible” (que puede verse por YouTube), Alejandro Dolina hace una genealogía del libro y explica los motivos históricos que lo rodearon de cierta aura sagrada. Dice, además, que el libro no sólo era valioso por ser vehículo de ideas, del espíritu, sino también por su precio, por el costo material.

En la época del papiro, del pergamino, del códex, hacer un libro requería del trabajo de muchas personas: copistas, encuadernadores, decoradores, rubricadores, iluminadores (las páginas solían iluminarse con polvo de oro) e ilustradores. Y no cualquier libro merecía reproducirse; algunos, como la Biblia, tardaban más de un año en terminarse. De allí que una copia de la palabra de Dios estuviera asegurada con cadenas en una iglesia.

Es cierto que los costos de publicación son menores en la actualidad, pero algo de aquella sacralización de los libros pareciera persistir. Tirar un libro es prácticamente un sacrilegio, genera una especie de culpa, la sensación de estar haciendo algo incorrecto.

Por eso, cuando alguien decide deshacerse de una parte de su biblioteca (por las razones que sean), no se la entrega a quienes venden cartón y papel, sino que la lleva a un colegio. Lo curioso es que siempre hayamos recibido estas donaciones en la escuela más pobre de todas aquellas en las que he trabajado. En esos momentos, docentes y directivos hemos agradecido, en el horario de entrada, frente a estudiantes y familiares, cuando en realidad hubiésemos debido devolverlas.

-¿Podemos colgar las estrellas en el techo de la biblioteca?

-Si hacemos 1.000, podemos hacer una pared de estrellas.

-¡1.000! Es un montón.

-Bueno, si hacemos una o dos por día, con el resto de los grados, para julio vamos a tener 1.000.

En “Historia de Cronopios y Famas” hay dos cuentos en los que Julio Cortázar habla de las metamorfosis del papel escrito. En “El fin del mundo del fin” imagina que crece exponencialmente el número de escritores que publican, de manera que la tierra se llena de libros y más libros, que poco a poco caen al mar hasta que se funden en una masa gelatinosa que acaba con el agua. En otro, “El diario a diario”, cuenta cómo un periódico, después de ser leído, se convierte en un envoltorio de acelgas.

Algo así hacemos en la escuela con esos libros que nos regalan y no sirven para promover la lectura de los estudiantes ni de la comunidad. Claro que nos gustaría recibir libros infanto-juveniles, o el citado libro de Cortázar que, dicho sea de paso, no está en nuestras estanterías. Incluso sería maravilloso contar con un ejemplar de “No somos irrompibles”, de Elsa Bornemann, en el que aparece el cuento “Mil grullas” que tanto nos serviría, en estos días, para relacionar nuestros intentos de origami con la literatura. Mientras tanto, hacemos estrellas.

-¿Y podemos pegar en la pared el sapo ese que nos enseñó?

-Pueden poner lo que más les guste. Es su pared, su biblioteca.

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