Transcurría la segunda mitad de 1982. Anunciado el fin de la dictadura, con elecciones al año siguiente, reabrieron los locales partidarios. Particularmente en el interior argentino, aquellos espacios quedaron “cerrados al vacío”, imposibilitada legalmente su utilización para reuniones, pero sin sufrir, en buena parte de los casos, allanamientos o vandalismo por el terrorismo de Estado. En una apacible localidad cordobesa se abrió la unidad básica para una reunión: llegaban un veterano caudillo, ex senador, junto a una ex diputada ligada a los sectores de la “tendencia revolucionaria”, quien al llegar a la puerta se frenó en seco. “¿Qué te pasa?”, le preguntaron. Señaló un retrato que dominaba aquella cápsula detenida en el tiempo. “Si no lo bajan, me voy” expresó, muy disgustada. Era la típica fotografía de presidentes con sus atributos institucionales, y mostraba a María Estela Martínez de Perón, “Isabelita”, radicada en España desde julio de 1981 tras 63 meses de detención por la dictadura. Los presentes intentaron calmar a la enojada dirigente; además de que el retrato pendía desde antes del golpe del 76, Isabel aún presidía el Partido Justicialista. Finalmente, el cuadro fue descolgado en medio de un silencio profundo de los presentes. La reunión pudo realizarse.
La anécdota vuelve a mí en este camino de jornadas que separa al 24 de marzo del 2 de abril de 2024, lapso que debería inducirnos a un ejercicio de memoria colectiva; a reflexiones profundas sobre la experiencia transcurrida desde hace casi 50 años. Y cuando se cumplirá, el próximo 1 de julio, medio siglo del fallecimiento del general Juan Domingo Perón.
Muchos plantean que todo empezó con el enorme vacío que Perón dejó al morir, en el país y en su tercer gobierno, iniciado nueve meses antes. Pero si la historia debe fluir entre nudos, ¿cuál corresponde a la viuda y heredera política de Perón, primera mujer presidenta de una república en el mundo, integrante de una fórmula votada por el 62% de los argentinos?
Mientras veo una fotografía reciente de Isabel (que la repuso en la agenda pese a su bajo perfil) tomo nota sobre su vida en el país, circunscripta a dos etapas: sus primeros 21 años, criada desde los 7 por una familia adoptiva, con educación formal hasta quinto grado de primaria, completada por una formación artística en el ballet del Teatro Cervantes; se suma a una compañía de danzas en el exterior en 1952. Compartió con Perón prácticamente todo su exilio, con etapas en Panamá, Venezuela, República Dominicana y España. Retorna a la Argentina a fines de 1972, con 41 años de edad. Vuelve a Madrid 9 años después, tras haber ejercido unos meses la vicepresidencia, por casi dos años la presidencia, y un lustro como presidiaria. Los planes de ultimarla que albergó algún sector del gobierno de facto casi se concretan en 1977; también casi provoca su propia muerte al tomarse todas las pastillas de un frasco de Valium.
En fin, fueron apenas 29 años de residencia en el país, de los 93 que hasta aquí ha vivido. Tiene la ciudadanía española desde el 2000.
Se sostiene que su malogrado gobierno fue la causa de la llegada de la dictadura; se invocan aquellos meses, dominada por el impresentable José López Rega y cercada por figurones sin mayor aporte a la grave crisis social, económica y política que azotaba. ¿Otros líderes (Balbín, Frondizi, Cafiero, Robledo, Luder, que gobernó tres meses) hubieran podido conjurar la inflación, resolver el conflicto social, pacificar a la insurgencia? No lo sabremos, como tampoco si en aquella hora tenían algo más para brindar y prefirieron pasar, facilitando el golpe.
Es imposible no asociar a Isabel con la improvisación y la intolerancia. Con aquella imagen cadavérica que devuelven las fotos de 1975, cuando llegó a pesar alrededor de 40 kilos y debió tomar una licencia en Ascochinga, acompañada (en realidad espiada) por las esposas de los comandantes militares que, meses después (enero de 1976) le plantearon la alternativa de renunciar, con clausura del Congreso y conformación de un gobierno cívico-militar. Isabel rechazó enérgicamente esa y otras alternativas de final anticipado del gobierno constitucional.
Señaló, en varias oportunidades, haber ofrecido su renuncia como base de consenso para adelantar elecciones, tanto al momento de la muerte de Perón, como en los meses previos al golpe. También se habría resistido a firmar la renuncia, empoderando a la Junta Militar, cuando fue emboscada en Aeroparque, en la madrugada del 24 de marzo de 1976.
No participó activamente de la campaña de 1983, pero acompañó al presidente Alfonsín en su asunción. En 1984, retornando a Madrid, quisieron asesinarla poniendo una bomba en un vuelo regular que compartía con 200 pasajeros. Fue titular del Partido Justicialista hasta 1985, cuando los peronistas estuvieron listos para iniciar el recorrido que los llevaría a la Rosada, con Carlos Menem, en 1989. Intentó entonces ser parte, de alguna manera, pero en Buenos Aires -diría Baglietto- la sorprendieron el frío y el nuevo gobierno. No volvió más.
Fue indemnizada por el Estado en la transición democrática. Los asesinatos ejecutados por los parapoliciales de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A, coordinada por López Rega), como la firma (junto a Luder y a ministros como Cafiero o Ruckauf) de los decretos de “aniquilamiento” del terrorismo no fueron juzgados dentro del proceso a las Juntas impulsado por Alfonsín. España bloqueó, en 2007, las pretensiones de incluirla, por tribunales argentinos, en los Juicios de la Verdad.
Su busto, encargado y entregado, nunca ingresó (o desapareció) del salón de ex presidentes de la Casa Rosada. No fue repuesto, aunque se trate de una mandataria constitucional.
Isabel sigue ahí. Es ese retrato que sigue perturbando. ¿Qué vamos a hacer con ella? Cuando recientes discursos exponen, desde el Estado, visiones que nos obligan a mejorar nuestros argumentos para defender la democracia y condenar a los gobiernos de facto, ¿no deberíamos exigirnos a pleno, para afrontar, con plena madurez, este tremendo tramo del pasado?