Por Martín Iparraguirre
Resulta difícil encarar una nota que se sabe destinada al fracaso de antemano, porque ¿cómo resumir las singularidades de una vida en unas pocas líneas? Una vida además como la de Nicolás Fassi, un verdadero tipazo que bien pudo llegar al “millón de amigos” que clama Roberto Carlos en su célebre canción y con quien todos nos sentimos de alguna manera en deuda por las diferentes formas en que iluminó nuestras vidas sin pedir nada a cambio. Ya han pasado un par de días desde su temprana partida y quienes lo quisimos pudimos comprobar con emoción el nivel de reconocimiento y cariño que le prodigaban sus pares. Invariablemente, en los mensajes de despedida se destaca su bondad, alegría y compromiso profesional. “Nunca escucharán a nadie hablar mal de Nico. A ninguna persona que lo haya conocido tampoco le resultará indiferente su paso por esta vida. Ese es su legado”, resumió con precisión su amigo y colega César Martín Pucheta en X. Intentemos entonces ir por otro lado. En sus pocos, vertiginosos, años de trabajo en la radio, Nico se había llegado a convertir en uno de los periodistas más importantes de Córdoba, como dejaron en evidencia los innumerables mensajes posteados por sus colegas en las redes sociales. Pero no siempre tuvo este nivel de reconocimiento afectivo y profesional, ya que tuvo que luchar mucho para llegar adonde llegó.
Uno quisiera ser justo con su historia de vida y en este género periodístico hay que elegir qué contar, por lo que intentaré una estrategia arriesgada, acaso inspirándome en el propio Nico: narraré la lucha que lo caracterizó a partir de su relación con el fútbol, bajo la hipótesis de que el modo en que una persona se vincula con este juego revela mucho de su personalidad, al menos en Argentina. Sobre todo con Nico, que amaba profundamente este deporte. Como buen historiador que era, tenía un conocimiento enciclopédico en la materia: sabía al detalle la historia de clubes, jugadores y protagonistas, no sólo de los grandes sino también de equipos desconocidos del interior olvidado del país y de las principales ligas de América y Europa. En cualquier momento era capaz de surgir con una anécdota que dejaba boquiabierto a su interlocutor, porque además a Nico le encantaba coleccionar datos en apariencia inútiles, que uno diría que jamás utilizaría, sobre las materias más diversas, algo que marcó el eclectismo intelectual que lo caracterizaba. Sin embargo, le costaba traducir todo ese conocimiento en una cancha de fútbol.
Nico amaba por ejemplo a Totti –además de Talleres y Maradona, claro, a quien llevaba tatuado en la piel-, pero cuando le pegaba con el empeine como el legendario diez de la Roma era más probable que la pelota terminara en el córner o en el lateral opuesto, que en el arco rival. Ocurre que Nico tenía un modo de correr grácil, donde los pies que coronaban sus flacas piernas apenas tocaban la tierra, más propio de un bailarín de ballet que de un futbolista: en la cancha parecía levitar sobre el campo de juego, lo que extrañamente no le quitaba velocidad pero sí le complicaba el contacto con la pelota. Para colmo, por su personalidad intrínsecamente buena –nunca hizo mal alguno– y humilde –jamás se ponía por encima de nadie–, Nico tampoco podía apelar al juego brusco como hacíamos varios del equipo que teníamos en Hoy Día Córdoba (HDC) para suplir nuestras carencias técnicas. Si a algunos la rispidez nos envalentonaba –eran memorables los cruces de rivales con Ernesto Kaplan o Patricio Ortega, así como también las gambetas del Guille Heredia en situaciones críticas-, a Nico lo disminuía porque sencillamente era incapaz de ir al choque con un rival, no tanto por miedo a ser lastimado como por la posibilidad de lastimar a otro. Y créanme cuando les digo que en esos campeonatos que entonces organizaba el Cispren y jugábamos con el equipo del diario, la gente se lastimaba –me lo recuerda cada día mi rodilla izquierda-. Todo este combo hacía que Nico no fuera el jugador más reconocido del plantel, por decirlo amablemente. Sin embargo, él no renunciaba fácilmente a sus sueños. Paciente, en modo silencioso como le gustaba y sin abandonar nunca sus convicciones, Nico fue aprendiendo el oficio a fuerza de entrega y disciplina en pocos años, al punto que cada campeonato se terminaba convirtiendo en un jugador fundamental del equipo, uno de los pocos que era capaz de desempeñarse en cualquier posición del campo con dignidad. Incluso por momentos llegaba a convertirse en la manija del equipo y hasta hacer goles destacados, como su admirado Totti. Sin embargo, no creo que hayamos reconocido como se merecía su crecimiento en el equipo.
La historia viene a cuento porque puede funcionar como alegoría de su trayectoria profesional, aunque aquí sí tenía naturalmente todas las condiciones para ser el gran periodista que fue. Nico comenzó muy chico en HDC, apenas terminó el secundario sus abuelos Roberto Propato y María Teresa –legendarios periodistas fundadores del diario- lo metieron en las oficinas de la calle Belgrano a recortar imágenes de políticos y personalidades de las revistas para armar el archivo fotográfico del diario –estábamos en la era analógica y no había presupuesto para pagar una agencia de fotos-. Paradójicamente, su condición de ser nieto de dos tótems del rubro como Roberto y María Teresa le jugaba en contra: a Nico se le exigía el doble que al resto de nosotros y le costó mucho sacarse el mote de ser el “anacoreta” del grupo, adjetivo con que el Tío Ernesto Ponsati –histórico director- solía apodarnos con cariño. Entiéndase, el diario era la escuela que Ponsati y Propato nunca habían tenido y allí aprendimos no sólo el oficio sino también una ética profesional y una forma de vida que tenía al compromiso social y la amistad del grupo como banderas inclaudicables. Pero además, Nico era el más chico y para colmo, cuando tuvo edad de merecer, quedó a cargo de Deportes en un diario que siempre tuvo un fuerte sesgo intelectual y que en cierta medida menospreciaba la sección –internamente, los jefes la llamaban “Detorpes”-. Sin embargo, nuevamente, a fuerza de constancia, tozudez y dedicación silenciosa, Nico fue aprendiendo el oficio de sus abuelos, del Tío y del Guille, convirtiéndose de a poco en un periodista fundamental del diario, el único capaz de trabajar en todas las secciones y de reemplazar al resto en sus ausencias por enfermedad o vacaciones, haciéndose cargo alternativamente de política internacional, nacional, local, economía o información general con el mismo nivel de dignidad. Una versatilidad que luego lo distinguiría cuando saltó a la radio, porque como se sabe nadie puede ser profeta en su propia tierra: los años en la escuela del HDC terminaron de dar sus frutos cuando Nico se puso al frente del micrófono de Radio Nacional, aunque también aquí tuvo que hacer un camino de aprendizaje y autosuperación que le llevó algunos años.
Recuerdo que al inicio del programa “Nadie Sale Vivo de Aquí” en una radio cuyo nombre olvidé parecía el menos apto para el medio: le costaba modular, ni hablemos de disimular el acento, cometía errores, se le trababa la lengua y de nuevo había quedado a cargo de Deportes –en realidad, a todos nos pasaba lo mismo esto excepto al Guille, que tenía experiencia en el medio-. Sin embargo, cuando pasamos a Nacional, era el único que invariablemente se quedaba después que terminaba el programa –¡los viernes a la noche!– para escuchar al “Vagabundo de las estrellas” Chacho Marzetti en vivo y aprender de él –Nico era muy inteligente al elegir sus maestros-. El resto es historia conocida: Nico brilló inmediatamente con luz propia gracias a la capacidad que le había dado su trabajo en el diario y la profundidad analítica que le abrió el estudio de la historia, porque en medio de todo también estudió la carrera de Historia en la Universidad Nacional de Córdoba –una de las últimas veces que lo vi, planeaba volver para terminar la licenciatura aunque ya tenía el título de técnico, porque él no renunciaba-. Nico ejercía un periodismo de otra época, que hoy parece más necesario que nunca: riguroso en el tratamiento de la información, con capacidad para leer los acontecimientos en sus contextos históricos y vuelo teórico para interpretarlos y construir una visión crítica, comprometido con las clases populares, inmune a las influencias económicas e independiente de los partidos políticos, decidido a enfrentar a los poderes de turno, militante con las minorías sociales y los sectores discriminados por la sociedad. Todo lo hacía con una amabilidad y una profesionalidad que rehuía el escándalo, pues era incapaz de la agresión y no le interesaba la fama -aunque le encantaba jactarse de sí mismo, lo hacía de un modo que era imposible tomarlo en serio, al punto que sus autoelogios convocaban invariablemente al chiste o la gastada-. Era así, privilegiaba la amistad por sobre todas las cosas. Quienes lo conocimos en profundidad sabemos todo lo que tenía para dar, su legado profesional recién se estaba conociendo porque apenas estaba empezando a desplegar sus potencialidades, aunque agradecemos haberlo visto brillar. Quizás secretamente sabemos que ese joven anacoreta se había convertido en nuestro maestro impensado, aquél que todos admiramos y queremos imitar, aunque probablemente ninguno alcance las alturas de su vuelo.