En Francia, los indicadores de confianza sobre los representantes políticos son catastróficos. Todos (corrupción, partidos, ponderación de la Presidencia, injusticia social) expresan valoraciones negativas por encima del 50%. Ni siquiera se salva el respeto a las propias cláusulas constitucionales: la prestigiosa Sorbona tuvo que cerrar sus puertas por varios días, ante la toma espontánea impulsada por estudiantes fastidiados tras una primera vuelta que dejó afuera del batlottage (por apenas un punto) a su única esperanza, el izquierdista Jean-Luc Mèlenchon.
El 24 abril competirán el actual presidente Emmanuel Macron (La República en marcha), con Marine Le Pen (Frente Nacional), la heredera de una dinastía ideológica que tendrá una nueva oportunidad, como su padre Jean-Marie en 2002, o ella misma hace un lustro.
Macron logró casi 28 puntos, y Le Pen alcanzó el 24%. Apenas superan (juntos) el 50% que la carta magna gala requiere para certificar un triunfo electoral en primera vuelta. Las encuestas marcan un 54% a 46% para Macron el próximo domingo, pero el final es abierto: el poder necesitará de un acuerdo político más ancho y profundo.
La ingeniería constitucional francesa exige una amplia participación ciudadana. El diseño de la V República -nutrido de diferentes liderazgos, consensos y agendas comparados con los actuales- previó un semi presidencialismo donde se distinguen jefaturas de Estado (Presidente) y gobierno (primer ministro, Consejo de Ministros, Consejo de Estado), en la cual se produce una interacción con el Poder Legislativo de carácter necesario (acuerdo de la Asamblea General, que también se renueva en 2022 (en junio) tras un mandato de cinco años, pero de manera desdoblada con la elección presidencial).
Francia tiene experiencia en ballottages, incluso reiterando actores en términos de tensión (pasó en los años 70 con Giscard d’Estaing y Miterrand), pero cierto es que entre 2017 y 2022 atravesó complejas circunstancias internas (ajustes tarifarios, intento de reforma jubilatoria) con severas protestas sociales (“chalecos amarillos”) y externas de gran impacto, entre ellas la creciente inmigración que, por la tolerancia impulsada predominantemente por el presidente francés y su par alemana, Angela Merkel, ha estimulado el rechazo social y su inclusión en la agenda por movimientos de extrema derecha; la pandemia (su impacto en la convivencia, la economía, la política); y la guerra entre Rusia y Ucrania. Macron ya no es una esperanza: ha tomado posiciones que le han granjeado, particularmente en sectores medios y bajos, deserciones múltiples.
Le Pen apunta a lograr la acumulación necesaria en estos sectores. Consiguió el apoyo del libertario Zemmour (cosechó el 7% en la primera vuelta). En el resto del arco político, donde fracasaron el socialismo y el gaullismo (ambos por debajo de los cinco puntos, con lo que no tendrán derecho al reembolso de los gastos de campaña según la ley electoral) apenas un tibio “no apoyar a Le Pen” pareciera abrir el camino hacia una eventual intención de negociar una hipotética coalición.
Algo habrá que cambiar
En un país impactado por las fracturas (entre europeístas y antieuropeos, entre libertarios y no libertarios, entre nacionalistas e inmigrantes), en volátil dinámica, el votante está frustrado, quiere tomar decisiones por sí mismo y cuenta con la posibilidad de votar representantes a la Asamblea Nacional en dos meses, cuyos acuerdos serán fundamentales para formar gobierno.
Debemos destacar que las elecciones legislativas también cuentan en Francia con segunda vuelta, entre aquellos que en primera ronda han obtenido entre 12 puntos (quienes no lo alcanzan queda fuera de carrera) y 25 puntos (quienes lo superan se consolidan). Ello genera que la participación de personas que resuelven su voto por razones de necesidad vital e inmediata, y ya no por categorías ideológicas demodés, sea crucial.
Por otra parte, las mecánicas de elección pensadas para un momento de la historia diferente al actual, donde aún con pluralidad de partidos, prácticamente todos los sistemas descansaban sobre dos columnas principales, muestran limitaciones. Entre Macron y Mèlenchon apenas hay dos millones de votos de diferencia. En el mundo occidental, salvo (y por ahora) excepciones como los EEUU, todos los países que han pasado por procesos electorales en los últimos años muestran muchos candidatos que no alcanzan a perforar en su primera vuelta el 30%, con ofertas electorales cerradas, fragmentarias, heterogéneas (como pocas veces vimos desde la segunda posguerra hasta aquí).
Haciendo un paréntesis, pero a partir del ejemplo francés, quizá sería razonable (previas reformas constitucionales) pensar en un futuro próximo en segundas vueltas con más de dos candidatos, por caso los primeros tres o cuatro (hasta cubrir una cantidad de votos no inferior al 70% del total de la primera ronda).
El 24 de abril se elegirá un presidente en Francia. Pero para que haya un gobierno, todavía falta un tramo. La Asamblea Nacional que recién elegirá diputados en junio, probablemente exija trabajosos acuerdos y agendas, que hoy todavía están en el aire. Quizás sea una oportunidad para que el depositario de la confianza de los jóvenes (y el menos esmerilado frente a la confianza ciudadano), Mèlenchon, ingrese a la alta política.