La juventud, sujeta a los más diversos y variados halagos, representa un lugar sagrado en la actualidad. Esta etapa de la vida es considerada un beneficio, una “bendición”, donde la aventura está comenzando. Para el común simboliza un trecho inigualable que hay que llenarlo con anécdotas y recuerdos de toda índole, ya que justificarán en un futuro los años que se fueron ante algún personaje que exija un relato llamativo de la plenitud.
Si uno transita -o está transitando- la juventud, las personas que nos cruzamos a diario o que conocemos, y que sienten que han abandonado esta franja etaria, te motivan a buscar la felicidad, a hacer cosas y a liberar las angustias, que suponen una pérdida de tiempo y una incoherencia si se tiene la energía juvenil, ya que ésta debe ser aprovechada en su máximo potencial.
Pareciera que existe un matiz prohibitivo, y hasta sancionatorio, para todos aquellos jóvenes que expresan su descontento y su malestar ante una situación determinada que los involucra. Sin embargo, ¿quién posee la vara para medir cuándo se es joven y cuándo se ha dejado de serlo? ¿Cómo identificamos, desde un sentido común, el pasaje de un periodo a otro del desarrollo en el devenir diario?
No existe una certeza clara que apacigüe los interrogantes. No sabemos, a ciencia cierta, sobre todo en la posmodernidad, cuándo hemos abandonado por completo el espíritu jovial.
Tal vez, con tintes de humor, adquirimos algo de conciencia cuando estamos a las puertas de un potencial cambio. Los ejemplos más significativos que indican que estamos en ese posible traspaso a la “adultez” se identifican en el cuerpo. Un par de arrugas, la aparición de un dolor en la cintura tras algunas horas nocturnas en algún sitio desprovisto de iluminación, recurrir a la queja y al reclamo por algún hecho aislado, concluyendo con aseveraciones absolutas que rozan el desparpajo, podrían deberse a este pasaje misterioso.
La semana pasada dialogué con el portero del edificio donde resido y me llevé una sorpresa. Roberto cumplió 23 años en su trabajo; la tolerancia, el respeto y el buen trato hacia los inquilinos, que cuidadosamente alimenta con su accionar, lleva a pensar que Roberto ha sido así desde el primer día que puso un pie en el sitio en el barrio Nueva Córdoba. El hecho de que haya transcurrido una veintena de años al frente de un edificio denota un sacrificio y un compromiso, que inspira a replantearse posturas y formas de ver y analizar el trabajo en estos momentos de gran incertidumbre. El guardia, mientras dirigía su mirada hacia mí y me incluía en la etapa de gran productividad y crecimiento con el clásico dicho “vos que sos joven”, me aconsejaba con puntillosa firmeza, asegurando que nuestro deber como ciudadanos consiste en reclamar por el mejoramiento de las condiciones laborales, ya sea no acallando nuestra oposición a la flexibilización laboral a la que muchos se ven sometidos a diario, o al desigual reparto de la riqueza (que hacen de esta época un transitar penoso en la conquista del deseo) y en el derecho a vivir una vida digna. Pero también, según él, debemos defender la premisa de que el país es muy rico en múltiples sentidos, y que es necesario contraponernos a las acusaciones que inducen a la idea de abandonarlo todo.
“Hay cosas peores”, afirma Roberto cuando le pregunto sobre su trabajo. Pues visualiza la jubilación al alcance de la mano, pero con la seguridad de quien ha pasado y ha sufrido lo inexplicable y lo doloroso de la existencia, sin que esto lo desaliente en el afán de ser una persona con profundo registro del otro. “No hay excusas”, indica, con aplomo, para no dar buen trato y ser amable. De esos tipos que no se inmutan ante lo raro y lo espeluznante, que -en términos de Fisher- se unen en una cierta preocupación por lo extraño; un andar lento y paciente; palabras equilibradas, que lejos están de querer posicionarse en un lugar de superioridad sacando la chapa de la experiencia en el oficio de vivir.
Su intercambio ameno y abierto hacia todo aquel que pise el terreno de lo desconocido habilita y merece un dialogo, una sonrisa y hasta un abrazo fraterno, de esos que tanto hacen falta en estos años vacilantes.
La postura de Roberto, tan “joven”, resignifica un estar en el mundo desde la resistencia, porque recrea situaciones y experiencias sin temor a lo ajeno, asimilando la idea de que “estar de paso” no es nada más ni menos que abrir camino a los del fondo.