“Ante la asfixia, lo primero que hace la víctima es sacarse los zapatos.
Después patalea convulsivamente durante el transcurso
de tres a cinco minutos. Quince minutos, los cuerpos
más livianos. los menos afortunados”.
Todo empezó con una frase insignificante. No le presté atención, no inmediatamente, cuando lo dijo, sino que más bien diría que no podría recordarlo si no fuera por el eco que generan todas las frases cortas después de un silencio largo.
Los voy a matar. Así lo dijo, mirándome. Luego cerró los párpados lentamente y ya no me miraba cuando volvió a abrirlos. Miraba a mis padres.
Después me miró de nuevo. Sonrió con dulzura.
Se fue.
Olvidé el asunto como se olvida el recuerdo de un sueño.
*
A la semana mis padres murieron.
Bah, a la semana… Murieron al otro día, sólo que los encontré una semana después.
Ahorcados.
Llegué a la casa. En la reja había una cantidad excesiva de folletos enrollados en los firuletes, en el picaporte y hasta debajo de la puerta. Algunos sobresalían como guirnaldas.
Toqué la puerta y no atendió nadie. Sorprendió la capa de tierra que opacaba el vidrio.
Es que mi madre era muy cuidadosa con la limpieza. Como todas las madres.
Abrí con la copia de la llave y los encontré balanceándose en la viga del living, lo que primero se mira al entrar a la casa. Al frente de la puerta de entrada.
Murieron con los zapatos puestos, justo como no hay que morir.
No voy a redundar en otras percepciones concernientes a los detalles que derivan de ver a los propios padres podridos y colgados de la viga de living, una semana después de sus muertes. No hace falta.
*
Los de la Policía Científica dijeron, básicamente, que habría que recurrir a un deus ex machina para explicar cómo habían llegado ahí. O por qué.
Decían que era como si hubieran nacido en ese lugar, colgando. No había ninguna marca, ninguna sobra material de los preparativos: ni de la colocación de las sogas, ni del movimiento de sillas, ni marcas en la tierra sobre la viga. No hay propósito, dijeron.
La hago corta, de una vez: nunca se supo cómo habían llegado ahí, cómo habían podido conservar los zapatos puestos después de ser ahorcados.
*
Hace ya unos años de eso.
Hoy paseaba por el mercado de abasto. Estaba lleno de gente, de comerciantes, de clientes. En el medio del tumulto alguien pasó tan rápido que no logré ver su cara.
Te voy a matar, dijo.
Giré la cabeza para verlo, pero la gente ya lo había tragado y escupido lejos.
*
Después de cerrar la puerta con llave me di cuenta de que no traía ninguna de las bolsas del mercado.
Me senté en la silla del escritorio, me saqué los zapatos y los vi de nuevo, balanceándose. A veces, y lo digo en serio, ni yo recuerdo las cosas que hago.
El escuadrón
Hubo una vez en que un escuadrón entero tomó por asalto una aldea ubicada en el medio del bosque.
Se diría que, aunque estuvieron de acuerdo en atribuirle una existencia, lo cierto es que para los mapas era completamente invisible. Algo así como una invisibilidad deliberada que resultó en principio sospechosa para los soldados, aunque después decidieron hacer lo mismo que hacían con lo que encontraban con un mínimo atisbo de vida: destruirlo, exista o no exista. Da igual.
Entonces los soldados se preparan, sus ojos detrás de las miras, calzadas sus bayonetas. El plan es entrar al mismo tiempo en todas las casas, reventar las puertas y entrar con un grito que inhiba toda reacción, cualquier reflejo.
Dada la orden, una seña que parece un grito más que una seña silenciosa, cada uno de los soldados asignados al asalto patea la puerta que tiene en frente. Quince puertas que suenan como cinco enciclopedias al caer al piso.
Entran.
No hay luz, lo que parece la consecuencia inevitable de que ninguna chimenea emana humo.
Se escuchan quince chillidos desesperados que disfrazan de sala de parto a toda la aldea.
No se escucha ningún disparo.
Un tiempo después, y creo que es demasiado tiempo después, los soldados empiezan a salir de las cabañas.
Salen como sonámbulos. Se miran entre sí, pero no, no se miran. Son miradas que se apilan encima de otras como se apoya un fusil en un árbol.
Los llantos siguen sonando dentro de las cabañas, en tanto que los ecos resuenan en el bosque. Dejan sus armas en el piso, primero apoyando la culata y después dejándolo caer del todo.
Algunos tapan sus ojos con las manos y emiten un gemido gutural como el del que no sabe llorar o llora por primera vez.
Ahora se escucha algo en el bosque, el ruido de hojas secas pisadas con cuidado, pisadas que se acercan.
Los soldados conservan las manos en los ojos y creen mirar hacia el bosque en el mismo momento en que el ruido termina, dando lugar a un silbido que se distingue de los sollozos persistentes. Un silbido seco y corto como un disparo irrumpe entre los árboles.
Sólo en ese instante, cuando se hace un silencio que más que silencio parece una piedra, los acribillan a todos los soldados a balazos.
Mientras los cadáveres humean en la tierra regada de sangre, los sollozos comienzan de nuevo.
Se oyen ramas que se quiebran cuidadosamente, como quien no quiere hacer ruido. Los pasos pisan hojas secas, pero esta vez se alejan entre los árboles.
Sergio A. Iturbe
(Córdoba, 1984). Estudió Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Es corrector, traductor, editor y escritor, y actualmente se dedica a la asesoría teórica en tesis de grado y posgrado, además de la asesoría literaria. Dirige la editorial Hielo Nueve.
En esta entrega doble, Iturbe nos presenta dos historias breves de violencia y misterio. En La profecía, unos suicidios inexplicables dan lugar a una hipótesis indemostrable sobre el poder de la palabra. El escuadrón, por otra parte, podría ser un episodio de cualquier guerra de baja intensidad, en que las tropas se envilecen y se ceban en la destrucción, aunque con un final sorpresivo.