Ya lo sabes: es un inmenso ritual del que nadie puede prescindir. Te lo digo yo, que vengo de otro país. Como si te estuvieran mirando mientras buscas una aguja en el centro de un pajar, y todos, sin excepción, hacen apuestas para ver si la encuentras. Así: trayendo y dejando sobre la mesa una jarra con el líquido verde, que parece jugo de kiwi, para que se lo sirva el tipo que está sentado a la derecha de la jarra. Fíjate bien como lo haces, porque la jarra debe estar fría, muy fría, de modo que, cuando llegue a la mesa, el frío de la jarra, en contraste con el calor que hay en el ambiente, haga que la humedad se condense en el vidrio transparente y que genere en el tipo que está sentado a la derecha de la jarra, el indeclinable deseo de tomarla por la manija, servirse un vaso hasta el borde, vaciarlo dentro de su boca gigantesca, sin percibir, siquiera, el gusto que tiene ese líquido verde y transparente. En realidad, el gusto del líquido verde es agradable, es una mezcla que reúne los sabores del kiwi y la uva. Pero no es ni kiwi ni uva. Son esencias artificiales, son apenas sabores químicos, sintéticos. Por cierto, lo que habrá en la jarra no será solo el agua saborizada con kiwi y con uva, de color verde, sudada en su exterior, para suscitar el deseo irresistible de tomarla casi con desenfreno. No. Lo que habrá en la jarra, para que lo entiendas de una vez y antes de que empieces a hacer preguntas imbéciles, lo que habrá en la jarra, será un veneno que lo dejara tieso en unos cinco minutos. Muerto. Y me preguntarás por qué tanto tiempo, habiendo productos que actúan con mucha más rapidez. Te contesto para que no tengas ninguna duda: queremos que el tipo que va a tomar ese líquido verde transparente, con sabor a kiwi y a uva, sepa que va a morir en pocos minutos. Y para que no haya ningún malentendido, se lo vas a decir. No te calles esa minucia. Con fuerza, con decisión, con firmeza. Se lo vas a decir. Y no vas a fallar. Solo la muerte paga por la vida. Y más si es una multitud de vidas que se ha llevado consigo. Porque el tipo que va a tomar el líquido verde, con sabor a kiwi y uva, que está en la jarra sudada, ese tipo es el que puso las bombas en el segundo piso del edificio que destruyó hace exactamente una semana. La misericordia no existe para esta clase de personajes, que han hecho de la crueldad una forma sencilla de vida. La única que viven. Una crueldad que se alimenta de dolor ajeno y que no tiene remedio.
Ya lo sabés. No hay otra alternativa. Ese día hará mucho calor. El tipo te pedirá un poco de agua fresca. Seguramente te apuntará con un arma, el arma que lleva siempre. Una nueve milímetros. Toda pintada de negro. La lleva en la cintura, del lado izquierdo. Es derecho para empuñar el arma. Va a desembocar en tu departamento porque será el único que tenga la puerta entreabierta en el momento en el que el pase. Eso será después de que haya estado con una mujer, en el departamento contiguo al tuyo. Allí hará un negocio, beberá mucho alcohol y, cuando salga, no querrá regresar al departamento en donde estuvo, porque el negocio será adverso para él. No le conviene volver. Por eso sigue caminando por el pasillo que conduce hacia las escaleras, pero va a sentir mucho calor y mucha sed. Y como va a encontrar tu puerta entreabierta, porque la vas a dejar entreabierta adrede, tocará el timbre y, antes de que llegues, ya habrá desenfundado el arma, la tendrá en la mano derecha y cuando estes delante de él, te dirá que quiere agua fresca. No te negarás. No dirás palabras innecesarias. Él te apuntará y te hará entrar a tu departamento, con una violencia mínima, pero te forzará a que le hagas caso en todo lo que te diga y te pida. Antes, cerrará la puerta con una leve patada, para asegurarse de que no te vas a escapar fácilmente. Y te pedirá agua fresca. Le vas a ofrecer si quiere natural o de la que está en la heladera. Él te ordenará que le traigas la que está en la heladera, la más fría que tengas. Entonces, no vas a titubear: lo vas a invitar a que tome asiento, y, mientras él se sienta en una de las sillas que están en la cocina comedor de tu departamento, caminarás hasta la heladera, lentamente, abrirás la puerta, sacarás la jarra con el líquido verde transparente, con gusto a kiwi y uva, lo dejarás con cuidado sobre la mesa, en el costado derecho del tipo que ahora tiene el arma en la mano, y buscarás en la alacena un vaso grande en el que quepa mucho líquido verde transparente. Será un vaso transparente, incoloro, para que el efecto del líquido sea inmediato. El tipo te va a pedir que le sirvas el líquido frío y verde en el vaso, hasta arriba, te va a decir. Y te va a preguntar qué es. Con una violencia en crecimiento, te lo va a preguntar. Y le vas a responder con la verdad: es agua saborizada con gusto a kiwi y a uva, para tapar el gusto del veneno. Eso le vas a decir. El tipo te va a mirar con los ojos desmesuradamente abiertos. Hará un breve silencio, y antes de pensar en nada, largará una carcajada, mostrando la boca gigantesca y unos dientes descalabrados pero enteros y amarillentos. Fumó durante muchos años. El médico le dijo que dejara de fumar, porque tuvo que operarlo de urgencia de un enfisema pulmonar. El médico le salvó la vida, pero el tipo lo mató igualmente. Las fauces abiertas y los dientes descalabrados y amarillentos te harán recordar a un hipopótamo bostezando. Pero no te vas a reír, para no motivar la ira absurda del tipo. Después, cuando hayas corroborado que esté muerto, y hayas bajado las escaleras dejándolo adentro del departamento, tirado como un trapo sucio, después podrás reírte todo lo que quieras.
Ya lo sabés. Abrirá la boca y echará adentro todo el contenido del vaso con el líquido verde transparente, con sabor a kiwi y uva, y lo llevará hasta el fondo de su estómago de un solo trago. Al principio, no va a sentir nada más que alivio a la sed. Eso lo motivará a servirse él mismo otro vaso entero del líquido verde transparente. Te va a mirar y, con absoluta vulgaridad, te va a preguntar qué estás mirando. Sin que un solo músculo de tu rostro se moleste en desplazarse de su lugar, le vas a decir que estás mirando cómo la muerte lo invade desde adentro hacia afuera. El tipo se va a reír, nuevamente, y, nuevamente, va verter el segundo vaso de líquido verde transparente en su boca abierta de forma inhumana. Y el líquido verde va a recorrer la boca, el esófago y va a llegar hasta el estómago. Pero ya no va a reír satisfecho y aliviado en su sed, sino que va a experimentar el primer síntoma: un retorcijón muy fuerte en su estómago, como si estuvieran haciendo un nudo con el estómago del tipo. No te alarmes ni te asustes: al principio se va a tomar el estómago con las manos, por eso el arma no será usada en tu contra. Después, se le va a caer de la mano, porque empezará a sentir una fría rigidez en los dedos, que le impedirá cerrar el puño del todo: la mano quedará como una garra, y la pistola caerá al piso. Con el pie, la vas a alejar del tipo que también caerá al piso, y quedará doblado en dos, de costado. No será de lo mejor, porque de su boca empezará a manar un líquido mezcla del líquido verde transparente, del que tomo dos vasos, y de su propia sangre. El veneno que le diste, le reventó el sistema de irrigación sanguínea del estómago. Seguramente, será algo feo.
Ya lo sabés. En ese momento, te vas a acercar al tipo, que está tirado en el piso, a punto de dejar de respirar, con los ojos desmesuradamente abiertos, tu boca llegará hasta la cercanía de uno de sus oídos y le vas a decir: la muerte se paga con la vida. Y te pondrás los guantes de látex, tomarás la pistola que estaba a un costado del tipo, harás que te mire de frente, y vaciarás el cargador en su rostro. Dejarás el arma al lado del tipo, en el suelo, apagarás las luces, cerrarás la puerta del departamento con llave y saldrás a la calle.
Ya lo sabés: es un ritual del que nadie puede prescindir.
Daniel Teobaldi
(Córdoba, Argentina, 1962) Doctor en Letras Modernas. Profesor universitario. En 2005 publicó el libro poemas Ser en la Luz. Como narrador ha publicado lo libros de cuentos Los oficios inciertos (2000), La otra mirada (2007) y Escrito en el aire (2008), El ejercicio del estilo (2017), El hilo del viento (2019) y las novelas Un lento crepúsculo (2005), El final de la noche (2010), El testigo impenitente (2012), La sombra del adiós (2014) y El fulgor de la niebla (2014). Ha participado en antologías diversas, como Somos memoria (2003) y Territorio negro. Cuentos bajo sospecha (2015, 2016), La vacilación (2020).
En el relato de hoy, una voz enigmática dictará en detalle los pasos a seguir para ejecutar un crimen. Daniel Teobaldi, uno de los mayores exponentes del policial en Córdoba, nos demuestra en el presente texto cómo la forma puede ser igual de relevante que el contenido a la hora de contar una buena historia.