Where do we go?
Oh, where do we go now?
Guns N´Roses
Hay un tipo que usa una bandana y, de lejos, se parece a Axel Rose. Aunque seguro es menos estúpido (¿alguien sabe cuán estúpido es Axel Rose?) y muchísimo menos sexy (¿quién ignora cuán sexi es Axel Rose?). Se lo ve en una pose incómoda y no es fácil darse cuenta cuál es su malestar ni de dónde le viene. Un poco se adivina ese malestar, es cierto, pero queda un resquicio de dudas, y por allí se filtra el mar entero, que hunde, al final, el barco. Esta es la historia de un barco (¿qué duda cabe?) que no se llama Titanic. Su nombre no importa. En esta historia, el tipo de la bandana tiene un rol protagónico.
Ahora se acoda en la baranda y mira el atardecer. Sabe quién es Ahab. Lo sabe mejor que el resto de la gente del barco y repite el nombre del viejo capitán como si fuera un mantra (Ahab, Ahab, Ahab). Para él hay algo intenso en la sensiblería de la tarde, en los colores del cielo, en la velocidad del barco que corta la superficie del agua, que se cicatriza enseguida, en un metabolismo sin consciencia, después de que el casco la corta. Algo le genera ese entorno al tipo de la bandana, acodado en la baranda y con la mirada puesta en el horizonte marino.
El tipo de la bandana es muy delicado y respetuoso. Se nota desde lejos su educación universitaria, la clase social de su familia, el roce con el mundo de bien y la sutileza de su pensamiento.
Hay una bandana en la cabeza de un tipo que se parece Axel Rose. Esto no significa que el tipo que se parece a Axel esté pensando en una de las cantantes y bailarinas de Bandana. ¿Cómo podría conocerlas siendo tan american boy y refinado? La bandana es un pañuelo que le cubre la cabeza. Anótese. Por culpa de esa bandana se parece al cantante Axel Rose. ¿Por qué alguien, en su sano juicio, usaría una bandana? Esa es la cuestión. De ahí viene la incomodidad de este tipo que viaja en barco. De ahí viene, también, su protagonismo.
Alguien que usa bandana se convierte en el centro de atención, para bien o para mal, del lugar en el que está. Este tipo no se sube a escenarios, pero va a talk shows. Si pensamos en esto, la bandana no es un mero detalle, sino parte del show, del cover, podríamos decir. El tipo de la bandana tiene un repertorio digno del estrellato, las cámaras, los flashes, los micrófonos y los sets de grabación. En eso es digno: no copia, no plagia, no imita. Podríamos creer que es un fanático influenciado por su ídolo.
¿A quién, en su sano juicio, se le ocurre tener por ídolo al cantante de una banda pop que se lookea como un rocker? Es evidente que este tipo, con la incomodidad que carga, que le viene, en parte, de mirar el horizonte y, en parte, de la bandana, no puede jamás tener por ídolo a alguien de esa condición. Esto tira por tierra toda nuestra especulación: no hay razones para la bandana. Otra posibilidad: la bandana es consecuencia (y no causa) de eso que le pasa y que todavía no podemos definir con precisión.
Supongamos que el tipo de la bandana es, en realidad, el tipo de la tristeza. Esto se está pareciendo a un policial, pero no se olviden de que es la historia de un barco que no se llama Titanic (¿cuántos barcos con misterio hay?). El tipo de la tristeza está en un barco y hace las mismas cosas que el resto de la gente. Si alguna persona se le acercara a charlar, si esa persona practicara cierta fascinación por las construcciones gramaticales, si esa persona lo escuchara armar sentidos entre comas y paréntesis, entre guiones y puntos y comas, sentiría, no lo duden, una fascinación pareja al tamaño de la tristeza que tiene nuestro tipo en sus ojos.
El tipo de la tristeza habla bien, se expresa bien. Sabe hacerlo (¿para qué negarlo?), pero sucumbe, como el resto de los mortales, como el resto de la gente del barco (que, para él, en esa situación, son la única prueba de vida inteligente a muchos kilómetros de agua a la redonda), al efecto melancólico del atardecer en el paisaje marítimo. El tipo repite el nombre “Ahab”, como podría repetir las palabras “bandana” o “tristeza”. Sin embargo, no se confunde. Ahab no usaba bandana y él no es un capitán, aunque viaje en un barco y sepa cómo hablar bien.
El tipo tiene un pasado, como todo el mundo. Ahí cabe el universo entero. Podemos sospechar en ese pasado las causas de la tristeza y de la bandana. Ese es nuestro trabajo. Como buenos investigadores, podemos sospechar que hay una causa oscura, algo sin resolver, que lo lleva a subirse a ese barco, a parecerse a Axel Rose, a mirar el horizonte y a pensar en Ahab. Pero no lo hacemos. No se nos ocurre ninguna causa para eso. Una fuente de fiar nos dijo que las drogas tuvieron algo que ver en su viaje. Verán que el clima de esta historia se está pareciendo a un policial noire, pero no queremos confundirlos. Acá la primera lengua es el género literario y la segunda el english. Nada de noire. En todo caso, black.
A esta altura nos cuesta hacer hipótesis sobre las razones del presunto consumo de nuestro tipo. Hay dos opciones: o toma drogas por culpa de la bandana o esconde en la bandana las drogas que lo ponen triste. Otra opción: nuestro tipo se escapa de una tristeza, tan profunda, que se hunde en el abismo de su pasado, en el pasado de sus padres, en el secreto de la tristeza genética que hace que la gente se suba a un barco. Una cosa lleva a la otra. La tristeza a la droga, la droga a los barcos, los barcos al horizonte siempre igual, a la duplicación enloquecida del cielo en el agua.
¿Quién le suministra la droga en el barco? Esta es otra de las preguntas que nos hacemos. Dos posibilidades: o bien se embarcó con ellas, o bien hay alguien que le vende. Digamos (con la palabra más conocida del policial americano) que es posible que haya un dealer a bordo. Y acá la historia se pone muy buena: profundidad psicológica del protagonista, pasado misterioso, comportamiento extraño, drogas, locación infrecuente, una investigación en curso, (metanarratividad). ¿Qué más se puede pedir? Un mexicano. Pero sería mejor un hondureño, para no caer en el cliché.
Este es el combo mágico, el sueño húmedo de los guionistas, la revista triple X de todo investigador privado que se toma vacaciones y da, por pura casualidad, con un caso digno de su oficio. ¿Hay, acaso, en el barco, alguien capaz de encontrar la punta del ovillo del misterio? ¿Hay alguien capaz de tirar de ella para deshacer la bandana, el mandala de la droga, el centro místico que cubre el cráneo maestro? Y si lo hay, ¿será capaz de mirar en el hueco de la mollera, de la tonsura que la calvicie talla (desde un ángulo cenital) en nuestro tipo?
Otra opción es que él sea el dealer de abordo, el azafato ajeno, aunque eso no explicaría su tristeza y sería contrario a su educación, a su inteligencia, a su saber y a su mood masticatorio. Descartada, entonces, esta hipótesis, por improbable, lo que nos queda por hacer, más que elucubrar, es seguirlo.
A la hora del desayuno, nos ubicamos en una mesa cercana a la de nuestro tipo. Él anota algo. Esa misma tarde, a la hora de los cocktails, lo vemos pedir un whisky. Se da cuenta de que lo miramos y hace un gesto de camaradería con la cabeza. Durante tres días, el barco mantiene el continente a la vista. Durante tres días, nuestro tipo deja de usar la bandana. No sabemos si es una señal. No sabemos si ya recibió la droga. No sabemos si su tristeza se fue. Al cuarto día usa una bandana azul. No sabemos qué pensar.
Es de noche. Hace calor. El continente dejó de verse hace dos días. Nuestro tipo también toma cerveza. A diferencia de nosotros, escribe algo en la libreta que lleva a todos lados. Cuando levanta la vista, nuestras miradas se cruzan y, por un segundo, tenemos la impresión de que los observados somos nosotros. Fingimos estar pensando, pero no nos sale bien. Se acaban de invertir los roles y, por primera vez desde que lo seguimos, sentimos el peligro. Ya no lo vemos como alguien triste o ridículo. No sabemos qué escribe ni si sospecha algo de nosotros. No podemos irnos sin terminar la cerveza. Eso nos delataría. La opción que nos queda es la de sorprenderlo en su juego. Ahora que sabemos que nos observa y que ya no tenemos nada que perder, nos acercamos. Él sonríe y cierra la libreta. Lo saludamos con afectuosidad y nos sentamos en su mesa. Quedan pocos días de viaje y no podemos permitir que nuestra paranoia siga creciendo. Dice llamarse David, dice ser escritor, dice que sabe que lo observamos. No quiere preocuparnos. Aclara que él estará bien. Las vidas se hunden, dice, y la arqueología todavía no dispone de un equipo de buzos para llegar a la profundidad del cementerio de barcos. Hacemos cara de no entender. Él sonríe y propone un brindis por las historia de este crucero.
Joaquín Vázquez
(Rosario, 1990). Es profesor y licenciado en filosofía por la UNRC. Trabaja como docente en los niveles terciario y universitario. Da talleres literarios de poesía y narrativa. Publicó: La voz en los maderos (poesía, Editorial Cartografías, 2016), Crónicas de infancia (crónica/filosofía, Kintsugi Editora, dos ediciones, 2018/2022), El nacimiento de un genio (cuentos, Trench Editora, 2019), Observaciones sobre las plantas (poesía, HD Ediciones, 2020) y ¿Qué es una criatura? (libro-álbum Editorial Cartografías, 2021). Algunos de sus cuentos forman parte de antologías.
Una historia casi sin acción pero con numerosas reflexiones sobre el género. Vázquez rinde tributo a Foster Wallace en un relato más que inusual dentro del género.