En el breve veranito del mes de abril, cortando el pasto en mi casa -el último corte antes del invierno- se me ocurrió preguntarme qué habrá sido de aquella vieja cortadora manual que usaba mi padre en el jardín de la infancia. Un aparato sencillo, con una especie de rodillo con varias hojas afiladas (a veces) que había que empujar con bastante fuerza pero que no dejaba de ser severa en el corte. Y luego estaba la tarea de recoger el pasto cortado.
Los “grandes” decían que era peligrosa, según la idea de peligro de una época en la que éste lo representaban las cosas (una aguja, una tijeras, un abrelatas, una sartén caliente) y no la gente. Decían que la cortadora de pasto podía rebanarnos el pie si nos acercábamos; decían que no era para jugar a ver quién tenía más fuerza; decían que si se nos iba de las manos cobraba vida propia.
Vaya a saber a qué chatarrería habrá ido a parar, como vaya a saber, también, a dónde habrá ido a parar el abrecartas que estaba en el escritorio de mi abuelo y que tampoco nos dejaban tocar.
Decían que el abrecartas -preciso y precioso en su empuñadura filigranada- era peligroso, y que no sólo podíamos cortarnos un dedo, sino clavárnoslo en alguna parte del cuerpo en un descuido.
El abrecartas se ha desvanecido en la historia familiar y las múltiples mudanzas de sus integrantes pero, sobre todo, ha desaparecido su sentido de objeto, vinculado a otro que ya no existe: las cartas, cerrado prolijamente el sobre de un lengüetazo en la reversa con el pegamento. Como no existen los buzones ni las bicicletas de los carteros.
¿Alguien habrá clavado el abrecartas en el estómago de otro? ¿Alguien habrá cortado una garganta? ¿Alguien se habrá suicidado? ¿Habrá cobrado vida propia? ¿Andará por ahí como el puñal del cuento de Borges, “una estructura hecha de metal, que quiere matar, quiere derramar sangre” y sólo espera encontrar al asesino que lo empuñe?
Porque hay objetos (“cosas inanimadas”, les llamamos descuidadamente) que a veces nos parece que tienen vida y que viven esas vidas de maneras diferentes.
Leopoldo Lugones creía que las cosas oscuras eran amenazantes. Y temía a los “sombríos objetos:/ el piano, el tintero,/ la borra de café/ y mi traje negro”.
Lugones, indudablemente el gran poeta de la primera mitad del siglo XX argentino, había sido anarquista en su juventud. Un poco mayorcito ya lo encontramos en el nacionalismo, y en sus últimos años, como fascista decidido, apoyó el golpe de Estado de José Félix Uriburu en 1930. Todos sabemos que se suicidó en un hotel de una isla del Tigre en 1938. Un frasquito de veneno que cobró vida propia, se llevó su vida.
Algunos dicen que fue por amor, otros dicen que por hastío del mundo; otros, porque estaba profundamente desilusionado del programa político-militar que había contribuido a justificar y sostener.
Ante mi estupor, mi amigo Julio Requena sostenía que Lugones era uno de los grandes iniciados de Argentina y que había detenido, voluntariamente, los latidos de su corazón. Tal vez haya algo de todas estas especulaciones, y habrá ciertas razones que se han perdido en la prodigiosa mente de Lugones y sólo nos queda su misterio.
Pero, sin dudas, su compulsión por la muerte la heredó su hijo Polo, jefe de la policía secreta de aquella dictadura, inventor (aunque algunos lo desmienten) de la picana eléctrica. Y aunque no se sepa a ciencia cierta si la habrá inventado o sólo usado fervorosamente, la historia muestra que este elemento cobró vida, creció, se perfeccionó, se transformó en un objeto letal que sirvió, por designios extraños de la historia argentina, para torturar a su propia hija, años después de que él mismo se suicidara en 1971.
Pirí Lugones (escritora, periodista, traductora) fue secuestrada el 20 de diciembre de 1977, y fue víctima de la furia asesina y desaparecedora del último y funesto golpe militar. Fue torturada, y finalmente arrojada en uno de los “vuelos de la Muerte”, el 17 de febrero de 1978. Hacía exactamente 40 años que su abuelo se había suicidado con el frasquito de veneno (versión oficial).
Un derrotero familiar que, según su hija Tabita (bisnieta del poeta, también escritora) describe una historia entremezclada con los vaivenes de la patria y, por lo tanto, teñida de suicidios, traiciones, asesinatos, torturados, desapariciones y exilios.
En el contexto de estos relatos se salvan los objetos más queridos: los libros.
Y, en su reverso, cosas que se mezclan en la historia argentina: el traje negro de don Leopoldo, la picana, los gases lacrimógenos, los tachos de agua y las bolsas de plástico, los Falcon verdes, los aviones, las jeringas, los vuelos de la muerte.
Y la quema de libros.
“Allí donde queman libros, acaban quemando hombres” avisaba un poeta alemán del siglo XIX.
Porque sí es cierto que los libros son objetos extraños que cobran vida propia. Ejecutan gestos de complicidad, de caracola, de abanico, de escándalo, de derivas y hasta de desolación.
Pero nunca se entienden con la muerte.