Escritor fundamental para comprender las luces y sombras que asolaron el siglo XX, el escritor checo Milan Kundera, fallecido ayer a los 94 años en París, deja una obra reveladora que se internó en los dilemas existenciales de una época definida por la tensión entre los conflictos individuales y la ilusión de una transformación colectiva, conflictos que supo atrapar y complejizar en un corpus de novelas como «La insoportable levedad del ser», «La vida está en otra parte» o «La ignorancia», en las que dio cuenta -con sarcasmo, pero también con cadencia poética- de cuestiones como la sexualidad, la maternidad, el perdón, la burla o la amistad.
Fue el narrador de moda, el autor que hace unas cuatro décadas había que leer para estar a tono con las torsiones de época: la dictadura, el exilio, el escepticismo humanista, el individualismo irónico contra la prepotencia de un tiempo que instaba a las gestas colectivas. También el avance de la contracultura y el descubrimiento de la sexualidad como una nueva forma de comunicación íntima entre las personas.
Novelista, poeta y dramaturgo, Kundera había surgido de una familia ilustrada y económicamente prolífica de la entonces Checoslovaquia. En su idioma natal, el checo, escribió durante fines de los 60 y los primeros 70 las primeras de las 13 novelas que publicaría a lo largo de su vida, para muchos las mejores de su producción: «El libro de los amores ridículos» (1968), un compendio de relatos que terminó por considerarse como una novela; «La vida está en otra parte» (1972), donde se reinventa a sí mismo como escritor, o «La despedida» (1973), que planteó por ese entonces como una última novela y a la que quiso titular epílogo.
De esas primeras obras emerge ese humor, entre el absurdo y la ironía que se convirtió en su marca de autor y que le permitió hacer cohabitar en esas primeras obras una prosa de corte poético con el sarcasmo y una devoción por el canon socialista que con el tiempo se iría desarmando por sus disidencias con el régimen político de su país. De hecho, ya en su primera novela, «La broma» (1967), ridiculiza al régimen comunista convirtiendo la historia en una sutil crítica a los totalitarismos y su falta de sentido del humor.
Ya para ese entonces la relación entre el Partido Comunista y el escritor llevaba años en permanente tensión, si bien en 1968 obtuvo el Premio de la Unión de Escritores Checoslovacos. Es que por el anclaje en sus desavenencias con el régimen, su obra fue coagulada como una narrativa política. Y aunque el propio Kundera insistía en desmarcarse de esta categoría, la etiqueta le trajo varios conflictos. Como la gran mayoría de los jóvenes de su país, después de la Segunda Guerra Mundial se había afiliado al partido, aunque fue expulsado en 1950. En 1956 fue readmitido, pero en 1970, dos años después de que sus libros fueran censurados, sería expulsado de nuevo. Finalmente cinco años después hizo las valijas con su mujer, Vera, y se marchó a Francia. En 1981, incluso perdió la nacionalidad checa, que recuperaría recién en 2019.
La llegada a territorio francés no fue fácil pero generó las condiciones para el surgimiento de la obra que lo convertiría en el escritor checo más célebre después de Kafka. Fue en 1984, cuando publicó «La insoportable levedad del ser», la novela insignia de su carrera en la que plantea un tópico afín a su generación: la tensión entre lo individual y lo colectivo, condensada en la historia de un médico que antes de la Primavera de Praga -el proceso de protesta masiva que se dio en Checoslovaquia en 1968 para morigerar los aspectos totalitarios y burocráticos que el régimen soviético tenía en este país- trata de ser feliz sin verse afectado por el entorno político e histórico, ni por el compromiso con las personas que le rodean.
«Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo», escribía Kundera en las primeras líneas de esta novela que fue llevada al cine en 1987 por Philip Kaufman con título homónimo y los protagónicos de Daniel Day-Lewis y Juliette Binoche.
Kundera publicó después «La lentitud» (1995), donde critica la obsesión de la civilización occidental por la velocidad. Es la primera de un ciclo de novelas breves y sobrias, escritas directamente en francés, todo un acontecimiento en el universo literario que le abre las puertas de la escena internacional, pero le depara también sus primeras críticas negativas. Llegan entonces «La identidad» (1998) y «La ignorancia» (2000), en paralelo a ensayos como «Los testamentos traicionados» (1992), donde desarrolla su teoría sobre cómo debe ser esa novela moderna que vuelve a los orígenes del género.
A diferencia de la circulación masiva y pública de sus obras, el escritor era un hombre parco, algo huraño: no asistía a actos públicos y durante décadas casi no concedió entrevistas. «Odio participar en la vida política, aunque la política me fascina como espectáculo. Un espectáculo trágico y mortal en el imperio del Este; intelectualmente estéril, pero divertido en Occidente», sostuvo en una de esas escasas entrevistas, que publicó The New York Times en 1985.
«Debo advertirles de mi mala disposición. Soy incapaz de hablar de mí mismo y de mi vida y de los estados de mi alma, soy discreto hasta un grado casi patológico, y no hay nada que pueda hacer contra eso. Si esto es posible para ti, me gustaría hablar de literatura», le había dicho a la periodista antes de aceptar ese reportaje. Kundera tenía sus fundamentos: «Cuando uno no puede esconderse de los ojos de los demás, es el infierno. Los que han vivido en países totalitarios lo saben. Ese sistema solo saca a relucir, como una lupa, las tendencias de toda la sociedad moderna. La devastación de la naturaleza; el declive del pensamiento y del arte; burocratización, despersonalización; falta de respeto ante la vida personal. Sin secreto, nada es posible, ni el amor, ni la amistad»
Tras el fenómeno de «La insoportable levedad del ser», Kundera se replegó hacia narrativas más filosóficas. Nunca más volvería a vender lo que en los 80, aunque el brillo no se apagó del todo. En 2014, vendió más de 100.000 ejemplares en Italia de la que sería su última novela, «La fiesta de la insignificancia», considerada menor, aunque con los temas típicos del escritor: la maternidad, la sexualidad, la opresión del poder, el absurdo, la ironía.
«La fiesta de la insignificancia», publicada en la Argentina por el sello Tusquets, ofrece una trama breve cargada de dobles sentidos y humor, marcada bajo el signo de un ombligo: la expresión erótica del cuerpo de una mujer y la representación de un tiempo atravesado por el egocentrismo y la individualidad. «La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento», dice uno de los personajes que, como el resto de los protagonistas creados por el checo, se atreve a poner en tensión desde la risa, la ironía y la parodia, pero también desde la seriedad teórica, los sentidos minúsculos y universales de la humanidad.
El escritor ha insistido muchas veces en que el absurdo de sus libros habla del amor y del sexo, no del comunismo, pero siempre fue difícil abstraerse de la lectura política de sus novelas. Fuera de la ficción, su identidad política sufrió mutaciones y fue cuestionada: sus críticos lo acusan de haberle dado la espalda a sus compatriotas y disidentes tras su partida a Francia y, en 2008, una revista checa lo acusó de haber sido informante durante el régimen comunista, algo que el autor negó rotundamente. «Puras mentiras», replicó.
Desde el exilio, Kundera visitó varias veces a su país natal, pero siempre de incógnito. Eligió no regresar definitivamente a Praga y permaneció «refugiado» en su domicilio parisino, donde vivía muy alejado de la vida social, desde hace muchos años. Por el contrario, el novelista y su esposa solían pasear, solos, no siempre de la mano, por la periferia del distrito VII de París. Allí murió hoy sobre el mediodía «tras una prolongada enfermedad», según declaró Anna Mrazova, la portavoz de la Biblioteca Milan Kundera, en la localidad checa de Brno.