Por Leandro Calle
En tiempos duros, la poesía, en una dimensión lúdica, puede constituir un bálsamo, una pausa de sosiego, un paréntesis.
En esa línea se ubica el último libro de poemas que Nelson Specchia ha presentado en Córdoba: Diálogos con demonios. Un libro original, estructurado en siete cantos dialógicos, podríamos aventurarnos a decir que se trata de una payada infernal, o una coral inferno-gauchesca con intromisión femenino-satánica hacia el final. Lo cierto es que estos diálogos infernales se encuentran, a su vez, formando parte de un corpus querido y visitado de manera frecuente en la literatura, como suelen ser los temas del averno. En general, estamos habituados a las catábasis, los descensos infernales. Por solo citar algunos ejemplos, tal vez el más grande de todos, es el viaje del florentino Alighieri con su maestro Virgilio en “La divina comedia”. Más cercano a nosotros, “Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia”, del maestro Leopoldo Marechal en su Adán Buenos Aires. De todos modos, estas obras clásicas refieren a “descensos” infernales, y el libro de Specchia no trata de un descenso, sino todo lo contrario: no hay un personaje que desciende buscando una catarsis que resuelva su presente, al igual que las cloacas cordobesas, el infierno de Specchia parece desbordar y manifestarse. Sale de donde está guardado, irrumpe, salpica, molesta. Parodia e ironía esta polifonía infernal, particular y original tanto en su construcción como en su tono.
Había leído algunos poemas pero no tenía la visión completa. Una noche me senté con un vaso de whisky, un cigarrillo y un cuaderno a bocetar las ideas. Me encontraba inquieto. Leí el acápite tremendo de Giovanni Papini y me quedé reflexionando en el epígrafe de Rosalía de Castro. Italia y Galicia, ya estos dos epígrafes revelan las fuentes afectivas y literarias del escritor. En eso estaba pensando cuando se cortó la luz. Revisé los tapones, abrí la puerta y me di cuenta que el corte era en todo el edificio. No tenía a mano una linterna así que recurrí a una vela de las de antes. El pabilo encendido mojaba las paredes blancas con una luz pálida y tibia. Con alguna dificultad volví al texto. En medio del primer diálogo, que se llama “Habla Verin, demonio de la impaciencia”, se abrió la puerta del balcón, entró una ráfaga de viento y se apagó la vela. Era un poco extraño todo y ya estaba por irme a dormir cuando percibí un cierto tufillo raro, que venía de vaya a saber dónde. Volví a prender la vela y leí en voz alta: “Ni a la sombra de Venus, mis malditos hermanos,/ nos agobiaron calores tan horrendos./ Debimos haber permanecido en la Gehena,/ subir a la Tierra un sábado sí, y el otro también,/ volver al pozo con almas gordas,/ echarlas a la parrilla y evitar la desidia/ de este vivir día tras día a bordo/ de una pobre ciudad, entre urgencias e ignominia,/ el deseo anulado y la libido negada”. Tras leer esa estrofa, de nuevo sopló un viento extraño, la vela se apagó y aparte del tufillo pestilente, esta vez creí oír unos pasos. Di un salto y más allá del julepe, con el encendedor prendido me animé a preguntar: ¿Quién anda ahí? Una voz tenue respondió: Lucy. ¿Quién?, dije yo. Lucy. Quien hablaba pronunciaba Lucy con una voz media en falsete, así: Lucyyyy. ¿Qué Lucy? Lucyyyy. ¿Qué Lucy?, yo no conozco a ninguna Lucy. Luciferrrrrr, tronó una voz horrenda y cavernosa y juro por la salud de los candidatos a presidente y vice que la vela volvió a encenderse, la puerta del balcón se cerró y mi gato que se llama Chicho Alberto del Valle corrió a esconderse debajo de la cama.
Ante mí, una especie de gaucho vestido de negro, algo así como el Alfredo Alcón de “Nazareno Cruz y el Lobo” dio vuelta la silla y se sentó a horcajadas, como montando un zaino flaco. Reproduzco (aproximado) nuestro diálogo: -¿Qué tal, Callecita? -Y… acá andamos, le conteste con el consabido julepe que confieren estas cosas. -¿Leyendo a Specchia?, -Sí, leyendo a Specchia, le leo una parte ¿quiere? -Déale, nomás. -“Si esta tierra ya no nos teme, ¿a quién esperar?/ ¿Qué cosecha pródiga podemos aguardar?” -Ese es el primer canto, el de Verin. La impaciencia, dijo el señor de la oscuridad. -Exactamente, le dije. -Y es así, che. La cosa viene jodida. Hay que salir a buscar. Ya no nos teme nadie. Ahora, la ciudad es un infierno. -Y dígame don Lucy, le dije un poco vengándome del cagaso que me había hecho pasar. ¿Qué lo trae por acá? -Digamos que derechos de autor, me dijo Lucy o Lucifer. Hay que revisar un poco las cosas que refieren a nosotros. -Entiendo, le dije, aunque en realidad no comprendía muy bien de qué me estaba hablando. -Mire Callecita, me dijo, hagamos una cosa: las preguntas las hago yo, y usté trate en todo caso de ponerlo un poco al tanto al tal Specchia ese, ¿le parece?, dijo, y me señaló con un dedo mugriento. -Si usted lo dice. -¿Y quiénes son esos, la Pfeiffer y Vergés? ¿quién es esa Nicole Pfeiffer? –Bueno, tranquilícese don Lucy, son los que hicieron los retratos. -No me gusta. -Pero cómo no le va a gustar? Es un trabajo excelente, le dije. Además hay un diálogo entre la poesía y la plástica que está muy bien logrado, una solidaridad artística y literaria… -No diga boludeces, me cortó. Conmigo no, Callecita, conmigo no, me dijo, remedando el estilo de la Sarlo. -Pero ¿qué es lo que le molesta? -Que no estoy yo. -Bueno, pero la Pfeiffer y Vergés no tiene nada que ver con eso. En todo caso, agárreselas con Specchia. -Ya voy a hablar con ese sujeto. -Escúcheme don Lucy, debería sentirse orgulloso, el inframundo aparece en la obra de un prestigioso escritor chaqueño-cordobés. -La puso a ella y no a mí. -Disculpe, le dije, no entiendo. -Ella, Jezebeth. El último canto, el que cierra el libro, el que hace reinar a la brillante oscuridad, la protagonista es ella. Jezebeth. -No sé qué decirle don Lucy… -¿Se da cuenta Callecita? -No hermano, hace como dos horas que no me doy cuenta de nada. -¿Tenés Whisky? dijo tuteándome. -Sí, tengo. -Doble con tres hielos, me dijo. -Leeme un poco ese canto de Jezebeth. -A ver… acá va una cuarteta: “Veo, ahora, lo bueno que ha hecho Mefistófeles:/ exiliarlos, diablos, en esta indómita tierra./ Aprendan a guerrear, si es que lo han olvidado:/ negociar y gobernar, con todo lo que encierra.” -¡Una mierda…! -No, don Lucy, no le permito. Specchia es un escritor importante… -No, no. El whisky es una mierda. ¿Qué estás tomando, aguarrás? -Y bueno, mire, con esta crisis, ya no da para whiskys importados. -Tá fulera la cosa, me dijo Lucifer y se agarró la cabeza. -¿Qué le anda pasando? susurré con voz conciliadora. -Y bueno muchacho, es que perdimos protagonismo. Con esto de la sociedad patriarcal, el #NiUnaMenos, ¿viste? Y tras que vengo perdiendo poder en los avernos, llega este Specchia y la pone a ella, justo a ella, a Jezebeth. -Qué se le va a hacer, don Lucy, los tiempos cambian. -‘Tamos jodidos allá abajo… Te hago una consulta. -Diga nomás. -¿Vos creés que Specchia estará interesado en escribir sobre mí? -Y…no sé don Lucy, tal vez se lo tenga que preguntar usted mismo… Me acordé de algo que decía Ignacio de Loyola sobre la firmeza ante las tentaciones, así que ahí nomás le disparé: -Bueno don Lucy, se toma el whisky y se me va por donde vino, que yo tengo que terminar de trabajar. Vamos che, vía, vía.
Me dio un poco de pena, verlo salir por el balcón, cabizbajo y meditabundo. Fue en ese momento que escuché el coro de las diablejas que cierran los Diálogos con demonios: “Si es tan duro hueso de pelar a éstos que vinieron,/ dejarlos, diablos, que vuelvan por donde se fueron”. Encendí otro cigarrillo, volvió la luz y me puse a escribir.