Por Leonardo Boff
La liberación del ex presidente Lula da Silva de la prisión, bajo la presidencia de Bolsonaro, ha suscitado una confrontación dramática entre dos proyectos de Brasil: más que opuestos, son antagónicos. Sin forzar los términos, parece la actualización de la visión del mundo de los gnósticos que leían la historia como una lucha entre el bien y el mal, o según “La Ciudad de Dios”, de san Agustín, entre el amor y el odio.
Efectivamente el proyecto de Bolsonaro se funda en la difusión del odio a los homoafectivos, a los LGBTI, a los negros y a los pobres en general, y en la exaltación de dictaduras, hasta el punto de ensalzar a torturadores notorios. Lula afirma que en él no hay odio, sino el amor que lo llevó y lleva a implementar políticas sociales de inclusión de millones de marginados garantizándoles los mínimos vitales. Hay que reconocer que este escenario proyecta una visión poco dialéctica, escindiendo la historia entre la sombra y la luz, pero infelizmente así es, aunque rechace este tipo de dualismo.
Todo esto sucede en un contexto de ascenso mundial del conservadurismo, del fundamentalismo político y religioso, y de la exacerbación de la lógica del capital que se expresa en un neoliberalismo ultra radical, hecho opción axial del gobierno Bolsonaro. Observemos que este radicalismo neoliberal formulado por las escuelas de Viena y de Chicago, de donde viene Paulo Guedes, sustenta que “no hay derechos fuera de las leyes del mercado y que la pobreza no es un problema ético sino una incompetencia técnica, pues los pobres son individuos que, por culpa propia, perdieron la competición con los otros”. De ese presupuesto teórico se deriva que no hay por qué ocuparse de políticas para los pobres. Es un gobierno de ricos para ricos.
Por el contrario, Lula afirma la centralidad de la justicia social a partir de las grandes mayorías víctimas del orden capitalista. Propone una democracia social y participativa con la inclusión de esas mayorías. Quiso realizar este proyecto con un presidencialismo de coalición de partidos, lo que considero su gran equivocación, en vez de apoyarse en los movimientos sociales, de donde vino, como lo hizo con éxito el presidente de Bolivia, Evo Morales, recientemente depuesto por un golpe clasista y racista.
En Brasil, el racismo y la intolerancia (que siempre estaban ahí, pero ocultos en el armario) han irrumpido explícitamente. Se ocultaban bajo el nombre de “cordialidad del brasileño”. Pero, como bien observó Sérgio Buarque de Hollanda (en “Raizes do Brasil”) esta cordialidad puede significar tanto llaneza y amor, como violencia y odio, puesto que ambas se albergan en el corazón; por eso lo de “cordial”.
Surfeando en esta onda nacional e internacional se eligió a Jair Bolsonaro y se detuvo y condenó al ex-presidente Lula, mediante el “lawfare”, por el cuerpo judicial que llevaba adelante el Lava Jato. Jair Bolsonaro, incluso después de elegido, utiliza con frecuencia tanto las “fake news” como la mentira directa, y gobierna con sus hijos de forma autoritaria, a veces burda. Lula aparece como un reconocido carismático que habla al corazón de las masas desesperanzadas, proponiendo una democracia social, el Estado de derecho y la urgencia de recuperar lo que ha sido desmantelado.
Todo depende de en qué estilo se dará esta confrontación. Bolsonaro evita la confrontación directa, pues sabe de sus pocas luces; la ha dejado en manos de sus ministros de Justicia, Sérgio Moro, y de Hacienda, Paulo Guedes, mejor pertrechados. Y lo que Lula, a mi modo de ver, necesita, es evitar una confrontación en el mismo nivel de Bolsonaro. Es importante sacar a la luz lo que Bolsonaro oculta y no puede usar: la crudeza de los hechos, la tragedia que asola a las grandes mayorías humilladas y ofendidas. No cabe un discurso de respuesta a Bolsonaro, pues él mismo es autodestructivo, sino hablar de forma positiva al corazón de las masas destituidas, denunciando objetivamente las maldades perpetradas por medidas excluyentes, contrarias a los derechos y a la propia vida.
Para resumir: sería inteligente asumir la actitud del mejor hombre que ha dado Occidente, el pobre y humilde Francisco de Asís. Con su sentido realista, sabía que la realidad es contradictoria, compuesta de lo dia-bólico (lo que divide) y de lo sim-bólico (lo que une). No recalca el lado oscuro de nuestra realidad, sino que fortalece su lado luminoso para que inunde la mente y el corazón. Esta opción supone la convicción de que ningún gobierno puede perdurar asentado en el odio, en la mentira y en el desprecio a los humildes de la Tierra. La verdad, la recta intención y el amor desinteresado pronunciarán la última palabra.