Hasta hace poco, parecía una evidencia filosófica la muerte de Dios. Las personas todavía podíamos creer más o menos en Dios, interpretar –o no– nuestra vida a la luz de una comprensión religiosa que nos convenciera, o hallar un sentido a lo que hacemos desde alguna cosmovisión simbólicamente orientada. Pero hacía ya mucho tiempo que esas acciones no sólo eran optativas, sino que también habían dejado de tener una validez transversal para la mayoría de las sociedades modernas: socialmente, Dios había dejado de ser la base última y el valor definitivo que garantizaba lo que estaba bien y lo que era verdad. (Claro que hay excepciones, como sucede en algunos países musulmanes, pero son eso, excepciones).
Parecía que la historia confirmaba a Nietzsche, que ponía en boca de Zaratustra y el loco que Dios había muerto, y que nosotros, los humanos, lo habíamos matado. Daba la impresión de que la modernidad y la globalización le habían dado finalmente la razón a Max Weber, el sociólogo que, a inicios del siglo XX, afirmaba que la modernidad iba de la mano con una creciente secularización y un desencantamiento del mundo. Las cosas eran sólo cosas y nosotros estábamos libres de obligaciones. Se estaba al borde de lograr el sueño de Sade, cuando pedía “un esfuerzo más” para ser verdaderamente republicanos y terminar de reemplazar la vieja religión por un nuevo culto de la razón.
La muerte de Dios había puesto al alcance de la mano el sueño ilustrado de que el avance definitivo de la ciencia terminase por fin con la superstición teísta.
Pero ese vicio filosófico de funcionar como registro civil, que otorga certificados de defunción a troche y moche, es un problema. Sobre todo cuando los muertos gozan de buena salud y las hipótesis filosóficas se dan de cara con la realidad.
Porque, como afirman pensadores como José Casanova y Hans Joas, es empíricamente falso que la experiencia religiosa haya decaído, así como es falso que la modernidad siempre haya avanzado en un contexto secularizado. De hecho, algunos de los países más modernizados en sus relaciones económicas y tecnocientíficas están atravesados por una cosmovisión simbólico-religiosa previa y prevaleciente: EEUU y Japón son dos ejemplos.
Hay que sumar el crecimiento de cultos religiosos autogestionados; la “Encuesta de creencias”, del Conicet mostró que, si bien ha crecido el número de personas religiosamente indiferentes, lo que más crece es el número de quienes entienden su experiencia religiosa como personal y fuera de marcos instituidos.
Es cierto que el recurso a Dios es hoy inoperante para justificar nuestras leyes, garantizar conocimientos y dar fundamento último a nuestras afirmaciones morales. De hecho, vemos en las grandes discusiones públicas -por ejemplo, en ética aplicada- un doble movimiento: por un lado, todavía hay quienes recurren a ciertos contenidos de fe y, al mismo tiempo, se recurre a argumentos “universales”, científicos, con fines apologéticos de una posición tomada de antemano.
Incluso sucede que hay quienes adhieren a una creencia institucionalizada, pero en sus decisiones personales obran libremente, poniendo límites a esas creencias en sus pretensiones. La idea de que es una opción ingresó de un modo definitivo, rompiendo el corsé que aferraba a las personas.
Pero todo eso no significa que haya desaparecido “la suma de nuestras preguntas”, como llamaba Schmucler a Dios.
En su conferencia de Lovaina, Lacan decía que la religión vencerá porque maneja algo que las personas necesitamos: el sentido. Ciertamente es un arma de doble filo, puede ser una imposición indebida, pero también una carga simbólica que permite reconocer y canalizar reclamos, señalar déficits y angustias, juzgar respuestas.
Lo que no puede hacer es fijar la respuesta aquí o allá, en un sistema u otro. Esa necesidad de sentido permite recurrir a las tradiciones simbólicas para evaluar decisiones y direcciones, empezando por esas tradiciones mismas. Porque, como decía Marx, el inicio de toda crítica es la crítica de la religión.
Sin embargo, hay algo apasionante hoy, que se da en dos vertientes distintas: por un lado, la vieja raíz judía de los monoteísmos florece una y otra vez, con esas figuras locas de los profetas. Esos que niegan todo ídolo, toda fijación que haya querido concentrar a Dios o la salvación en una determinada figura. Esos que también afirman que la mejor devoción es la justicia. Y, por otro lado, esa especie de necesidad que tenemos, junto al pan y los abrazos, de que tenga un sentido esto que hay, lo que hacemos y que nos pasa.
Eso es lo que estará vivo de esas tradiciones mientras vivan los seres humanos. Sería una condescendencia patética desconocer esas posibilidades, y un riesgo grave no criticar sus límites. Es un gran ejercicio de contrastación para una época en la que muchas palabras, como la libertad, banalizaron su valor y nos exigen volver a llenarlas, con un sentido que favorezca el lazo social.