Jotaele lee descalzo. Estoy entre el público. No somos muchos los oidores, pero somos suficientes. En la sala donde se desarrollaba la lectura hay mucho ruido ambiental. Un cumpleaños de niños tal vez. Grititos. Subidas y bajadas por una escalera de metal con su correspondiente chirrido.
Jotaele sube al escenario y se descalza. Lo he visto leer así en otras oportunidades: “en patas”. También he escuchado a muchos que dijeron: “cómo va a leer así”. Ellos vieron un poeta que leía descalzo, pero no tuvieron tiempo o agudeza para ver la acción del descalzarse: Jotaele no lee en patas, Jotaele se descalza para leer.
Igual que Moisés ante la zarza ardiendo. Jotaele se descalza ante la poesía. Se descalza para leer poesía. Para que la palabra poética no se lo lleve puesto, no le incendie lo que le queda de alma. Descalzarse implica un reconocimiento casi sagrado e inconsciente de la poesía. Sobre todo, inconsciente.
Descalzo, ante el bochinche de niños que suben y bajan por una escalera, el poeta lee. Es difícil escuchar y tal vez sea mejor, porque lo que tiene que decir tiene que ver con la angustia del tiempo. “Sobre el tiempo y en el tiempo discurre este poema”. Mucho hay que decir sobre este concepto: “lo vi entonces como un animal magnífico que lo mismo va/ hacia atrás/ y hacia adelante// pero mejor lo vi en su ojo esférico// que trasciende lo que ha visto lo que verá// y en dirección longitudinal no era el sur y era el sur/ y en lo transversal no era y era el oeste// y contenía de ese modo el potrillo que vi nacer un día/ el potro que relinchaba de puro gozo/ el caballo faenado furtivamente una noche”.
No es un libro contestario. Jotaele tampoco es un poeta contestario. Es algo aún más hondo: algo que duele, porque desenmascara las propias patrañas. Nos hace ver la pertenencia a la grey, y eso duele, como duele el tiempo, inevitable: “ya el cuento de la oveja negra o fluorescente/ ha sido alabado demasiadas veces// y nunca dejan de ser ovejas/ punto// ahora todo lo acomoda la psicología (?)/ los psicofármacos// son ovejas sedadas/ punto”.
Los poemas, líricos y narrativos al mismo tiempo, tienen también su toque de humor y de sarcasmo: “Veni, vidi, vici/ fui y vine en bici”. Y como un río que por momentos se ensancha o angosta, Jotaele trae el recuerdo del tiempo para que no perdamos de vista el sentido del libro, que, de algún modo, conlleva no hacer pie en ninguna parte del río: “Este es un poema cuya idea es el tiempo como un poema inacabable”.
Jotaele termina su lectura. La gente aplaude. Entre la gente estoy yo. No sabemos. No tenemos la menor idea de lo que hemos aplaudido. No por los chiquillos que correteaban y hacían ruido. No tenemos la menor idea de la magnitud, de la pesada piedra que el poeta sostiene entre sus dientes cuando canta.
Ahora que lo leo creo que, si hubiéramos comprendido algo, hubiésemos rasgado nuestros vestidos, hubiésemos llorado a gritos, y probablemente hubiésemos lapidado a ese hombre que -descalzo- arrojaba jirones de verdad por el aire.
Jotaele se pone las zapatillas y se baja del escenario. Ya no hay ningún resplandor en su rostro. Ninguna zarza arde. Viene de hablar con dios y cualquiera que haya hablado con dios es considerado loco. Me pasa un mate. Amargo. Es tiempo de volver.
Con el libro bajo el brazo, kilómetros de distancia mediante, enciendo mi lámpara nocturna y leo. Hace frío. “El tiempo es una cebolla que se descascara infinitamente”, dice la dedicatoria, entre otras cosas. Me doy cuenta que los epígrafes (de Pascal Quignard y Alfredo Zitarrosa) no están porque sí. Dice el uruguayo: “No tenés más coyunda que el tiempo”. ¿Qué quería decir “coyunda”? me pregunto. Busco: soga con que se uncen los bueyes. El tiempo.
El tiempo. Y nosotros ahí, uncidos, doblegados. Vuelvo a mi lámpara nocturna, al resplandor secreto que acontece sobre el libro. Es de noche. Hace frío. Leo. Casi no me doy cuenta de que, sin pensarlo, me he quitado los zapatos.
Descalzo entro aún más en ese río que me lleva, ese libro que se llama todo ojo tiempo.