En estos días volvió a circular el video de León Gieco cantando “Podría ser yo”, de Edu Zvetelman. Plantea un aspecto indispensable de cualquier comunidad: la capacidad que tiene cada persona de verse reflejada en otra, como condición necesaria para establecer un vínculo ético.
Podría ser yo
“Empatía” es una palabra necesaria para abordar toda tensión con otros. Significa que la vida en condiciones indignas de un asentamiento precario podría haber sido la mía; que los chicos secuestrados o asesinados por Hamas podrían ser mis hijos y los bebés víctimas de los bombardeos de Israel también; que, aunque no fuera yo quien sufrió los golpes de la vida que otros sufrieron, bien podría haberlo sido; y así sucesivamente.
Pero también es saber que apenas entra la diferencia que justifica esas situaciones y se produce la separación que diferencia mis hijos de los de ellos, o mi realidad de la suya, comienza la justificación de la barbarie.
La empatía tiene el rasgo de una proyección o mímesis inversa, dicho de otro modo, la capacidad de espejar al otro en mí, viendo los rasgos compartidos. Para reconocerlo, hay una larga serie de ejercicios, que van desde lo religioso hasta lo teatral, y que cualquier reflexión filosófica podría aprovechar. Ahí están las obligaciones monoteístas de la hospitalidad al extranjero (“porque también tú fuiste extranjero”); el mandato respecto del prójimo (“porque es como tú”); pero también todas las obras donde inesperadamente un personaje tiene que vivir en las condiciones del otro y se despierta a esa realidad del otro (“La vida es sueño”).
Es decir, ningún pensamiento ético puede prescindir del “qué pasaría si” quien sufre las condiciones de vulnerabilidad y crueldad en que está el otro fuese yo. Y debe actuar consecuentemente.
No podría ser yo
Pero como muestra Breithaupt en “Culturas de la empatía”, no alcanza sólo con “ponerse en lugar del otro” por los parecidos o similitudes posibles con mi situación: se tiene que incluir también la posición singular del otro, aquello que ya no se relaciona con mi experiencia, cuando comenzamos a reconstruir qué condujo a que el otro esté adonde está.
Al igual que pasa con la empatía, esto no significa aceptar alegremente cualquier cosa ni desatender responsabilidades personales. Sí significa comprender cómo pudo pasar que llegara hasta ahí y cómo hay una serie de deseos que son singulares y legítimos, aunque posiblemente no socialmente “esperables”. Significa escuchar la narración de eventos y reconocer, además de nuestro espejamiento, aquellos puntos donde su elección prevalece.
Eso garantiza que, puestas fuera de juego las condiciones injustas o crueles, una vez garantizada la dignidad compartida y sus condiciones básicas, se puedan seguir dando las elecciones distintas entre los múltiples sujetos de la sociedad.
Modelos de identificación
Claro que lograr esas dos caras de la empatía –la de saber en qué somos iguales y en qué podemos ser distintos, y garantizar las condiciones de dignidad en ambas esferas– es algo casi imposible a la luz de cómo hemos sido educados por este sistema. La meta aspiracional dominante no ha sido, por lo general, una identificación con los rasgos vulnerables y vulnerados en los demás, con la fragilidad de aquellos seres (humanos o no) lastimados por la “evolución” de las sociedades, para intervenir de modo solidario. Mucho menos la comprensión de cómo y porqué el otro llegó a estar donde está.
Más bien se impone lo que podríamos denominar el modelo del “qué bien que la hizo”, la admiración por el macho vencedor en la competencia, el amo o señor que impuso su valor a costa de lo que fuera. En este sentido, muchos representantes políticos y sus opiniones sólo reflejan el sentido común de buena parte de la sociedad. Y lo retroalimentan.
Es verdad que toda sociedad sostuvo modelos de identificación, incluso como programa educativo: las sagas narran hazañas de guerreros valientes, los mitos cantan la astucia de sus héroes, los sutras y la hagiografía promueven las virtudes de las personas santas. Siempre se trata de personas modélicas con rasgos para identificarse, para, de alguna manera, romper la inercia social o el narcisismo y la pereza personal, que atentan contra esas virtudes.
Pero la identificación con los que “la hicieron bien” rompe con algo básico de las viejas propuestas de identificación. Si se les proponía a adolescentes y jóvenes virtudes sociales o cualidades personales, siempre era pensando en la cooperación social y su requisito de ciudadanas y ciudadanos virtuosos. De hecho, sería un interesante debate pedagógico pensar nuevamente el rol de esas identificaciones.
En cambio, la identificación con el poderoso centrado en su propio interés elimina las bases mismas de una sociedad cooperativa, empática e integrada. Y queda otra, en la que el que está jodido podrías ser vos.