El giro poético del título, “La lengua en el lugar del corazón”, del poemario de Leandro Manuel Calle, nos conmueve. Nos atraviesa. Nos convoca a una mirada otra. Sigo la propuesta de Pizarnik: “Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión diferente del mundo”. Cada poeta enhebra sus sílabas para contar su “cosmovisión” del mundo, y la ofrece con la gratuidad de lo que nos es dado y, a la vez, con el compromiso que la palabra demanda.
Veinticinco poemas breves, algunos de dos o tres líneas, se deslizan en las páginas como un río, sin títulos, números o asteriscos. Despojados en la corriente que nos lleva.
Leandro Calle, devenido en voz poética, se interroga y nosotros, los lectores, lo hacemos con él:
¿Qué hay dentro del corazón?
El segundo poema dice: “agua estancada/ pidiendo ser bebida. Agua fiebre/ astillas del amor y la clausura” Y más: “la hendija por donde un delgado hilo pasa/ para poder comunicar ciertas desgracias”. “En el agua putrefacta también/ viven los gérmenes del duelo. Viven/ de aquello que se pudre y muere”.
La herida deja apenas una hendija para escandir la pérdida y “los tibios olores del ayer”. Ahí, la lengua.
¿Qué es el corazón?
“Morada o resultado, el corazón/ es conclusión de sequedad y luna/ Duermen allí las hachas, sus fantasmas, los hacheros. ¿O allí, no duerme nadie?/ ¿Acaso es un lugar para dormir?/ ¿Acaso es un lugar donde soñar? / ¿Es un lugar ese lugar o acaso/ es un raro excremento el corazón?”
“Adentro del corazón un relámpago/ agita la oscuridad, la transforma/ y suenan las cuchillas de la luz”. ¿Es acaso el corazón “la recámara del odio y el amor”? Entonces, ¿la batalla se torna inevitable? No lo sé. El poeta va a tientas como un ciego. Escribe lo desconocido. Alumbra lo que ignora. Me pregunto: ¿de qué materia frágil y falible está hecho el corazón? Cirlot dice: “El corazón es centro y todo centro es símbolo de eternidad dado que el tiempo es el movimiento externo de la rueda de las cosas y, en medio, se halla, según Aristóteles, el motor inmóvil”.
El corazón, ese “motor inmóvil” no sabe de silencios. El poeta busca una palabra muda, sin vocales, en la desnudez de la ausencia, y lo sacude el viento y el agua. El agua y el viento en una letanía interminable.
El bellísimo poema de la página 19 enuncia la caída en lo profundo del mar. “Las olas acompañan el latido fatal de la caída.” Y concluye: “Las olas con sus lenguas en la playa/ lamen el borde ahíto de silencio/ como yo lamo el agua de tus piernas/para sentir que tu sexo y mi lengua/ son el latido de la eternidad”. Elegía de amor. Perdida dicha. ¿Qué, la eternidad? ¿Acaso esa conjunción de lengua y sexo? ¿Ese latido vivificante de los cuerpos amantes? ¿Esa pequeña muerte? ¿Esa muerte?
Leandro Manuel Calle en “La lengua en el lugar del corazón” traza una cartografía del corazón, y lo intuye “un país de sal que atraviesa humedales y dolor”, “una flor siniestra” en el lecho marino y “En el fondo de un río resulta más sereno” “A veces en la desembocadura llega mi corazón al mar […] y todo recomienza con olor a desierto”.
En ese mapa, el corazón habita a veces el mar, otras, el río. También “el espacio, allí duerme los silencios de dios […] jamás cumple la ley de gravedad “Espera una mano creadora/ una porción de la divinidad/ que detenga su órbita incesante”.
Dejaré otra búsqueda: el poema de la pág. 29:
“Y en medio de la selva cómo late/ un corazón, ¿Desciende a la garganta/ de los pájaros? ¿Perfora con lluvia/ los helechos? ¿Canta con las hormigas? / ¿Dormita con la boa sus recuerdos?/ ¿O busca el sol entre la clorofila? En medio de la selva, un corazón/ es una madriguera de humedad”.
Así la busca se torna agónica: el mar, el río, el espacio, la guerra, la selva, en medio del dolor, sumergido en la envidia, en medio de las brasas, en el sueño: “En el sueño el corazón es un sueño/ porción de niebla y de silencio. Llama/ donde se consume la mañana”. Y se pregunta más. Se pregunta por el corazón que viaja por las redes. Y concluye ¿lo hace? diciendo: Casi siempre, el corazón es como el vino/ aturde, alegra, miente y hace falta”.
Quizás esta manera de acercarse al corazón como a una copa de vino, la manera más cotidiana y sencilla, sea un posible para un poeta insaciable. Pero no, no es eso. “El vino es un dolor que hace reír./ Un corazón no tiene corazón”. El corazón es un dolor que no se ve. La llama que cae por los bordes. Que habita en el centro y no se ve. ¿Es acaso la lengua el lugar del corazón?
El escritor y editor Ricardo Di Mario dice, con acierto, en la contratapa: “La lengua en el lugar del corazón es una metáfora poderosa, emocional y genuina. El poeta muestra el hueco vacío de la ausencia y el reemplazo que parece imposible”.
El poema-río, que traza una cartografía del corazón, lleva por título la lengua en el lugar del corazón y cierra, y no, el círculo en la última página con una nueva pregunta: ¿La lengua es el lugar del corazón? Y nos deja a la intemperie. Sabemos que ese “motor inmóvil”, desde el centro, sentirá el giro de la rueda del tiempo, donde ocurren todas las cosas.