En «El extranjero”, la novela breve de Albert Camus, la noción de ajenidad y de absurdo con el lugar propio constituye un elemento fundamental que hace a la esencia de la obra. Entonces, ¿qué categorías se ponen en juego cuando decidimos retornar a nuestro lugar primario, allí donde aprendimos normas y valores sociales que nos formaron para salir al mundo? ¿Qué esperamos encontrar allí cuando volvemos al nicho original?
Ariel (Alan Sabbagh) es economista y está radicado hace varios años en Nueva York. Su novia, también argentina, es bailarina de danza clásica y, en principio, el motivo que lo lleva a emprender un viaje de regreso al barrio porteño de Once -un lugar atravesado por el recuerdo de su colectividad, aunque también de una infancia compleja, sobre todo por una relación conflictiva con su padre, Usher- tiene que ver con presentarla de manera oficial a la familia. Sin embargo, por cuestiones de agenda, Ariel termina viajando solo, produciéndose una marca insoslayable en el reencuentro con su historia y su pasado.
Usher, apodado el “Rey del Once”, es un personaje enigmático desde el inicio. Mediante su voz estremece la escena, la conmueve. Pero desde lo corporal es invisible, siempre parece estar moviéndose de un lugar a otro como un nómade sin rumbo fijo, una característica que define el vínculo con su hijo. Como en la primera escena, cuando le pide a Ariel, que se encuentra rumbo al aeropuerto para tomar el vuelo, que le consiga unas zapatillas “talle 46 con velcro” para un chico que está internado y necesita ese calzado especial, porque tienen que hacerse una intervención y no puede usar cualquier zapato… Es que Usher preside una fundación de beneficencia en el Once, y gestiona de todo: desde medicamentos, comida y ropa, hasta un sinfín de nimiedades, que van desde artesanías hasta disfraces.
Ariel, en principio, llega al barrio con cierto desconcierto y se siente sofocado ante la creciente demanda de la gente que reclama en la puerta de la fundación, viéndose arrasado por el lenguaje, las tradiciones y las costumbres de una comunidad que ya no siente como propia. Este vaivén de reproches y cuestionamientos hacia el espacio físico y a su propio padre, que han dado lugar a la huida y a desidentificaciones costosas con su origen, se intercalan con el acto de retornar al nicho, en un proceso de reaprendizajes que lo llevará a nuevos trabajos de subjetivación.
Asimismo, un personaje que será clave en el armado de la trama es el de Eva (Julieta Zylberberg), una mujer voluntaria que colabora con Usher. Ella es una religiosa ortodoxa que ha optado por llamarse a silencio de manera literal, pues no habla por convicciones y razones personales. Desde un primer momento, Ariel queda impactado con su presencia, que pasa desapercibida ante la mirada de los demás pero que no ante la de él. Quizás ese monto de sorpresa está asociado a una cuestión particular: mientras que su padre, ausente de cuerpo, lo llama por teléfono y con su voz le demanda cosas para los demás sin siquiera haberle dado un abrazo de bienvenida, Eva no tiene voz y se encuentra allí, en toda su materialidad y dispuesta a ser un sostén para Ariel y la fundación.
Y si bien Hércules, el encargado del lugar, le advierte que no puede acercarse a ella porque su religión le prohíbe el contacto, el vínculo entre ambos comienza a cobrar importancia cuando van hacia el departamento de Goldstein, quien ha muerto hace poco tiempo, y son ellos los encargados de recolectar todo aquello que sea de utilidad para el local, cumpliendo con el argumento de que todo material puede cumplir una función nueva para quien lo necesite.
Como en “El abrazo partido” (2004), el director Daniel Burman decide trabajar sobre un argumento sólido: narrar una relación contradictoria entre un padre y un hijo. No obstante, no cae en repeticiones, porque en “El rey del Once” (2016) desarrolla el nudo a partir del significante “retorno”, mientras que, en aquella película, protagonizada por Daniel Hendler, despliega el armado en base a la idea de partirse, de dividirse entre un abrazo y la huida del país.
Burman, además, juega con el misterio y con la falta. Nos avisa que un contexto tumultuoso y caótico es suficiente para contar una historia atravesada por una cultura particular, que tiene una identidad marcada, sin necesidad de tener que recurrir a algo explicito, que sobreabunde en justificaciones. En este juego de elipsis narrativa no se terminan de comprender los motivos del regreso de Ariel a Once, ya que entra en juego otro orden de cosas: volver a habitar y sentir aquellos olores, las veredas, los rituales de su colectividad, la compra y venta en las galerías comerciales… Es decir, todo aquello que hacía a su historia, que había desestimado, emerge con fuerza en su vuelta a casa. De tal manera que, a fin de cuentas, se trata de no contar todo, sino de abrir una puerta que dé lugar al establecimiento de conjeturas y supuestos acerca de lo que se ve y se oye. En este marco, todo intento de claridad es sepultado por el ahogo y la desorientación, sentimiento que comparte tanto Ariel como el espectador, quien se ve arrojado a la incertidumbre y a la incomodidad en un viaje sin un horizonte claro.