Admito que dudé acerca de si poner una palabra técnica en el título: “oikeiosis”, que quiere decir cosas como parentesco, afinidad, familiaridad, pero también conciliación, adopción. La palabra tiene en su raíz el mismo término “oikos” que está a la base de economía y ecología: casa, hogar, espacio propio. Vistas a partir de ese origen, esas disciplinas serían el estudio de todo aquello que hace de nuestra casa común, el mundo, un lugar vivible, compartido, con futuro, y no un ámbito de lucha e imposición a costillas de otros y de su propio agotamiento. Un lugar de paz.
Es por eso que resonó en mí “oikeiosis”, que para algunos estoicos era “el comienzo de la justicia”. Sirve como una de estas palabras-guía para orientar una reflexión filosófica sobre cómo se vería la paz desde la perspectiva de una condición universal insoslayable.
Oikeiosis
Los estoicos usaban esa palabra cuando pensaban el impulso de supervivencia. Pero la supervivencia personal, el impulso individual de existir, no podía darse sin la aceptación de los demás seres, humanos o no, y sus propias demandas.
La afirmación de sí, el reconocimiento del valor y las necesidades propias, son una tarea para cada persona. Pero esa tarea del cuidado de sí debe reconocer algo fundamental: que solo puede darse si cuida de los otros, si se apropia de las preocupaciones de los demás como si fueran suyas, si reconoce en los demás – humanos o no – una serie de reclamos que son condiciones para su propio sostén. Si logra identificar un paralelo entre sus propias fragilidades y los bienes que necesita, y los de los demás.
Sin el reconocimieno y la provisión de esos bienes, aparece un tipo de violencia que termina por dañar incluso a quien salió aparentemente victorioso en la lucha.
Pero, además, al pensar cuáles son esos bienes adecuados que nosotros y los demás necesitamos, se reconoce una “homología” o “conveniencia”, que permite ampliar nuestro círculo de cuidados.
Hagamos el ejercicio que propone Hierocles: imaginemos que somos un pequeño punto con un círculo muy estrecho en torno a nosotros. Esas son nuestras preocupaciones, necesidades y afectos más inmediatos. Luego, cada vez más separados, dibujamos círculos que van desde quienes nos son cercanos hasta círculos enormes con la humanidad y la tierra toda. Círculos llenos de desconocidos.
Precisamente, la “oikeiosis” indica la tarea de estrechar las separaciones de los círculos, achicar las distancias, advirtiendo que las preocupaciones y deseos de quienes desconocemos y están en los círculos más alejados de mi punto de referencia, prácticamente no se distinguen de los míos. Que hay una comunidad de necesidades y de destino, de cuya correcta identificación y satisfacción depende la supervivencia pacífica del todo.
Co-pertenencia
Ese esfuerzo por achicar las separaciones no es sólo una reflexión intelectual.
En un extraordinario cuento de Zadie Smith, “La embajada de Camboya”, el amigo de la protagonista -que encarna el destino cruel de tantos migrantes llegados a Europa– hace una reflexión sobre los límites de la empatía y la compasión: “¿Quién llora por vos? Tu padre. Es lógico si lo pensás. Los judíos lloran por los judíos. Los rusos lloran por los rusos. Nosotros lloramos por África, porque somos africanos… Sólo Dios llora por todos, porque todos somos sus hijos, es lógico”.
Puede que sea lógico. Pero es precisamente esa lógica la que está mal. O es limitada. En todo caso, para seguir con la lógica que propone el cuento, lo que deberíamos conseguir es adoptar ese llanto universal. Usando otra palabra griega, “theosis”: se trata de volvernos ese Dios que llora por todos, pero actúa también por todos.
La familiaridad, la afinidad, el parentesco, la apropiación, de la que hablaban los estoicos, significa que podemos acercar esas lejanías aparentes, no solo por motivos “racionales” o de “buena voluntad” (por ejemplo, porque conviene que el resto esté más o menos bien para protegernos de su cólera, o porque es un deber respetar a los demás, o un gesto de caridad suplir sus necesidades). Esos motivos pueden tener una función, pero hay algo basal, anterior a ellos.
Hay una co-pertenencia que abarca la familia humana y la trasciende ampliamente, alcanzando los demás seres con quienes compartimos nuestro destino. Naturalmente es difícil poder establecer los criterios de esa pertenencia mutua, son debatibles los límites de las intervenciones y los modos de regular nuestras pretensiones.
Pero esa base material, “dura”, de una pertenencia y una familiaridad compartida, que lleva al acercamiento de esos círculos que se expanden en torno a cada quien, permitiría volver a pensar los demás programas de intervención (educativos, éticos, económicos, incluso estéticos). Permitirían ver en las figuras menos esperadas un miembro cercano, familiar.
Se desgarraría para siempre ese círculo inmediato, en el que nos creíamos seguros y protegidos. Y el mundo nos abrazaría.