Desde aquellas afirmaciones sobre que “las religiones son el opio de los pueblos” de Karl Marx, o “Dios ha muerto” de Frederick Nietzsche, muchos cambios se han producido y muchas opiniones se han vertido al respecto. Desde que “es inútil tratar de probar que Dios no existe” de Hawkins, o “creo en un Dios que se revela en las armoniosas leyes de todo lo que existe, no en uno que se inmiscuye en el destino y las acciones de la humanidad” de Albert Einstein. Por ello, ya no resulta sostenible ver en las religiones sólo oscurantismo y retraso.
Por supuesto que tendrían valor aquellas afirmaciones iniciales de Marx y Nietzsche si las religiones sólo se basaran hoy en la culpa, el castigo divino, la negación de la ciencia, o una forma de dominación de las clases dominantes basada en creencias dogmáticas. Pero eso ocurre muy poco: o se han transformado en creencias mucho más mundanas referidas al consumo como equivalente a felicidad (o al crecimiento económico medido como PBI como equivalente al desarrollo, que excluye otras de sus dimensiones como la cultural, social o ambiental).
Así, las religiones pueden ser -y a veces son- una forma de respondernos el “para que” de nuestras acciones y decisiones, basadas en valores que en la totalidad de las religiones mayoritarias –cristianismo, judaísmo, islamismo, budismo o hinduismo- se refieren principalmente al “amor al prójimo”, y, en algunas, al “cuidado de la casa común”.
Hartmut Rosa, sociólogo alemán, se pregunta: ¿qué pasaría si la religión dejase de resonar en las sociedades democráticas? ¿Qué les pasaría a nuestras sociedades democráticas sin religión? La democracia es una forma de sociedad en la que es importante que escuchemos atentamente lo que sienten y aspiran nuestros conciudadanos, pero eso se ha ido marchitando, por lo que el odio y la cólera dominan muchas relaciones en donde la democracia se debilita o desaparece por falta de resonancia de sus valores de escucha.
Escuchar con el corazón, como pedía el rey Salomón a Dios, es sin duda una resonancia que sólo puede provenir de la religión. La resonancia es un fenómeno físico, en donde la amplitud y frecuencia de una armonía se maximizan por aplicar una fuerza adicional que, aplicada metafóricamente a las relaciones humanas, pueden ampliar los efectos destructivos en el sistema social, o perfeccionarlo, convirtiéndolo en virtuoso.
En nuestra vida diaria, si en una relación la cólera y el odio se sostienen, es muy posible que esa relación se refuerce con el tiempo y todas las relaciones que están alrededor de ella se destruyan. Mientras que, si en esa relación (por ejemplo, con un amigo) logramos recuperar aquello que nos unió antes, es muy probable que esa amistad no sólo recupere la armonía, sino que se fortalezca aún más luego de superar esa prueba, y se extienda a otras relaciones con otros.
La modernidad y su racionalismo sin Dios ni religiones nos ha prometido un crecimiento económico sin límites, que el capitalismo ha creado y la tecnología ha reproducido. También nos ha prometido autonomía y libertad, saliendo de la precariedad, de la ignorancia y superando la falta de tiempo. Pero la realidad es que el crecimiento sólo beneficia a unos pocos que concentran la riqueza; la tecnología se orienta en el control de las personas y su intimidad; mientras que el aumento de la precariedad, la ignorancia y una aceleración de los tiempos, que cada vez nos dejan con menos acceso a derechos sociales, culturales y con menos tiempo y no más. Así dentro de ese modelo de modernidad, cada vez corremos más; cada vez nos queda más lejos la prosperidad; cada vez nos queda menos tiempo y cada vez las relaciones son más conflictivas; y con menos escucha y comprensión. Acelerar constantemente nos pone en crisis en una post modernidad en la que cada uno construye su propia religiosidad.
Es en ese contexto en el que las iglesias comienzan a tener su nueva razón de ser democrática. Pero, ¿qué iglesia (o iglesias) necesitamos para salir del embudo que nos lleva a ninguna parte, y podamos construir una religiosidad democrática? Si para mantener el estatus debemos comprar más autos, tecnología o ropa de moda que sostenga el empleo, la sociedad está condenada a cambiar constantemente sin realmente avanzar, persiguiendo una felicidad fetichista, y estar condenada a autodestruirse por el aumento de una resonancia negativa.
En nuestro país el proceso se ha acelerado tanto, que no sólo ha generado descreimiento en las promesas de la modernidad, sino que ha producido reacciones intempestivas, en donde la población, sin saber adónde ir, ha optado por creencias casi religiosas, con alternativas políticas que una vez más proponen sufrir para poder salir del encierro.
Así, las crisis democráticas en todo el mundo, en las que no se cree que pueda mejorar la vida, nos lleva a que sean aceptadas la crueldad y el festejo del daño al otro, que por pensar distinto debe ser eliminado porque es nuestro enemigo.
¿Pueden las iglesias argentinas hacer despertar los sentimientos de comunidad, e intergeneracionales, en donde los vecinos, padres e hijos puedan volver a pensar que sus vidas serán mejores en el futuro y no pensar que al menos no debieran ser peores? Las invocaciones del papa Francisco a regular el consumo irresponsable, aumentar el cuidado de la casa común, buscar la sostenibilidad y responsabilidad social y ambiental, con tareas de cuidado –del trabajo, la salud, la educación, la seguridad y el servicio de justicia- son caminos a transitar, mucho más porque desde su ecumenismo busca generalizarlas más allá de la iglesia que conduce.
Defender la democracia yendo al encuentro de los demás escuchando con el corazón como pedía a Dios el rey Salomón, ya no es tarea sólo de políticos, empresarios, intelectuales o comunicadores de la modernidad. También lo es de las religiones y sus miembros –sean clérigos, laicos o fieles- que nos ayuden a contestarnos los para qué hacemos lo que hacemos. La respuesta a esa pregunta puede iniciar un proceso de resonancia que es posible en un contexto de religiosidad, espiritualidad, contacto con la naturaleza en los que se busca esa respuesta, simplemente porque estamos dispuestos a escuchar lo disonante, responder a ello y transformarnos, lejos de la lógica del simple crecimiento y la aceleración a la que nos somete.