Pedro Almodóvar es el director de cine español de mayor prestigio. Inclusive, a sus 75 años, podría presumir de ser el realizador más celebrado de habla hispana, una condición que se dispone a abandonar. Ha recibido todos los premios relevantes de la industria: dos Oscars, varios Goyas (incluyendo mejor película) y el León de Oro de Venecia por su reciente estreno “La habitación de al lado”. Este largometraje protagonizado por Tilda Swinton y Julianne Moore es el eje de la polémica que propone esta nota. Dato no menor, “La habitación…” ha sido la primera película española en ser distinguida con ese galardón en la historia.
Por qué nos importa Pedro
Para que el lector pueda entender que Almodóvar es un protagonista en Argentina, vamos a delinear el contexto: con la democracia comenzó el regreso de muchos conciudadanos que habían huido de los oscuros años setentas y, en esa transición, los derechos se corporalizaron lentamente y comenzaron a caminar por la calle. En materia cultural, el cine ocupó un lugar central y nos permitió viajar en el tiempo a un futuro más atrevido. Sin televisión por cable, estábamos obligados a pensar en pantalla grande y, mientras el cine nacional se desenredaba, maduramos en una butaca junto a directores importados y críticos locales.
En Córdoba, figuras como Daniel Salzano, Norma Morandini y Camilo Torres, regresaron del exilio con olor a celuloide y tinta fresca en las manos para insistir con este enfant terrible.
Filmografía, controversias, y concesión
Si posáramos la filmografía principal del gran pastor anticlerical sobre nuestra historia, solo a los efectos de entender por qué los argentinos teníamos que rendir libre esta materia para alcanzar el resto del mundo, nuestra democracia nacería con el estreno de Entre Tinieblas (1983). Esta película relata las peripecias de unas monjas adictas a las drogas que quieren financiar su congregación con métodos heterodoxos. Esa condición un poco punk y bastante incómoda, ya estaba presente en su primera Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) cuando una joven Carmen Maura encarna a Pepi. La protagonista se dedica al cultivo de cannabis y es victima de abuso sexual policial. Para sumarle perplejidad, traba amistad con la cuñada de su victimario que es masoquista y juntas descubren el placer de la urolagnia.
La fórmula española para salir del dolor con humor negro, para hacer de los dramas una burla en technicolor, está presente en muchos de sus trabajos con inclemencia y una parafilia consistente en bombardear las instituciones. Laberinto de pasiones (1982) nos presenta a una Cecilia Roth ninfómana en una operación de salvajismo estetizado que se sostiene, entre drogas y sexo divergente, durante sus primeras películas.
¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), Matador (1986), La ley del deseo (1987), Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), ¡Átame! (1989), Tacones lejanos (1991), y Kika (1993), suponen un período de evolución de un cine creciente, con un prematuro foco en las diversidades.
Si quisiéramos trazar etapas almodovarianas, encontramos otro conjunto de obras acabadas con maestría como La flor de mi secreto (1995), Carne trémula (1997), Todo sobre mi madre (1999), y Hable con ella (2002). Parecen estar mal realizadas, aunque contrariamente conforman un canon único.
La mala educación (2003) es un trabajo emblemático que señala el comienzo de una etapa más compleja e introspectiva, e hilvana a Volver (2005), Los abrazos rotos (2009), y La piel que habito (2011), con Dolor y gloria (2019), a todas luces una obra totémica en su producción.
Su filmografía se completa con Madres paralelas (2021) y La habitación de al lado (2024) que han tranquilizado, y pasteurizado su cine. Esa adaptación al paladar de las cadenas internacionales es una preocupación, por el sabor del streaming con sensaciones contrarias a su historia.
Y ahora que levante la mano el lector que no vio varias de estas obras maestras, en una butaca, cruzando las piernas de derecha izquierda incesantemente. Nuestro país empezó el camino hacia la rebeldía entre tinieblas, sin saber si lo merecía, con mucho deseo y toda una sociedad al borde de un ataque de nervios. Tal vez por eso cierro los ojos y recuerdo a mi madre invitándome a ver “una de Almodóvar” en el Cine Gran Rex (y luego incomodándose) mientras que en la peatonal las personas trans eran una incomodidad social y caminaban por la sombra de las noches injustas.
Han pasado los años y mis amigos se ofenden cuando desconfiamos de su personajes porque se destiñeron. Ese director del arte de contar historias dolorosas, tiene sus colores bien puestos (aunque se le destiñen), una música tan precisa como cada copo de nieve en su última película, y sólo lo juzgamos por televisivamente correcto.
Las lecciones de contramoral que recibimos a cambio de una entrada de cine, se devaluaron en el abono de las plataformas y a ese tiempo espumoso cuando todas las personas estábamos calientes, con la sensibilidad a flor de piel, le encendieron la luz.
Pedro Almodóvar se ha mudado al confort anglosajón de los dramas bien contados, después de vivir muchos años en el incómodo barrio de las emociones ruidosas. Todo ello no le impide acariciar el pelo de sus personajes sin juzgarlos, pasar la mano por la cabeza de los espectadores y despeinarles un poco la semana.-