El orden liberal internacional atraviesa una de sus crisis más profundas desde su consolidación tras la Segunda Guerra Mundial. Durante décadas, ese esquema —basado en instituciones multilaterales, comercio libre, derechos humanos universales y la primacía indiscutida de Estados Unidos como garante del sistema— marcó las coordenadas de la política global. Hoy, ese modelo tambalea. La guerra en Ucrania, el debilitamiento de organismos como la ONU o la OMC, el auge de nacionalismos y populismos autoritarios, y la emergencia de potencias no occidentales están empujando al mundo hacia una nueva configuración: la multipolaridad.
En este nuevo escenario, América Latina enfrenta un dilema existencial. Durante mucho tiempo, la región giró en la órbita de Washington, bajo el influjo de la Doctrina Monroe y más tarde del Consenso de Washington. El «patio trasero» de Estados Unidos, como se lo denominó en su momento, acataba en general las reglas que venían del norte. Sin embargo, ese vínculo desigual ya no es sostenible, no solo por razones ideológicas, sino por una cuestión práctica: Estados Unidos ha perdido interés estratégico en América Latina, y el vacío que deja comienza a ser ocupado por nuevos actores, principalmente China e India, en el marco ampliado de los BRICS.
El bloque BRICS —originalmente conformado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica— representa hoy una alternativa al orden liberal occidental. No es solo un conglomerado económico, sino también una plataforma política, un intento de articular una voz del Sur Global que cuestione la hegemonía anglosajona. A lo largo de los últimos años, el grupo ha avanzado en propuestas concretas: desde crear mecanismos financieros propios hasta discutir formas alternativas de gobernanza global. En 2024, BRICS amplió su membresía para incluir a nuevos países como Egipto, Etiopía, Irán y Arabia Saudita, entre otros, ampliando aún más su peso específico a nivel global.
La importancia geopolítica de este grupo no es menor: los BRICS representan más del 40% de la población mundial y un tercio del PBI global medido por paridad de poder adquisitivo. Si se considera además el crecimiento proyectado de países como India y la influencia económica y comercial de China, queda claro que se trata de un espacio clave en la nueva arquitectura internacional. Frente a esto, América Latina no puede darse el lujo de mantenerse al margen.
Incluso aquellos países de la región que mantienen una retórica proestadounidense comprenden la necesidad de diversificar sus vínculos. Un ejemplo claro es el caso argentino. Bajo la presidencia de Javier Milei, el gobierno ha explicitado una alineación con Estados Unidos e Israel, y ha rechazado formalmente la invitación a ingresar al BRICS, extendida por el bloque a fines de 2023. La decisión fue presentada como una reafirmación del compromiso con el “mundo libre”. Sin embargo, el contexto internacional sugiere que se trató más bien de un error estratégico.
Lejos de esa narrativa binaria entre “libertad o comunismo”, la realidad demuestra que los intereses económicos y diplomáticos de los países no se mueven por afinidades ideológicas, sino por pragmatismo. La India, por ejemplo, es una democracia formalmente liberal, pero participa activamente del BRICS. China es gobernada por un régimen de partido único, pero negocia e invierte en casi todos los países del continente. Rusia, aislada por Occidente, encontró en el bloque un espacio para sostener su inserción internacional. Es decir, lo que une a estos países no es la ideología, sino una mirada alternativa sobre cómo debería organizarse el poder global.
Argentina no es ajena a esta dinámica. Pese al rechazo al BRICS, el propio gobierno de Milei recibió al primer ministro indio, Narendra Modi, en una visita histórica —la primera de un jefe de Gobierno de India a nuestro país en más de medio siglo—. Fue un gesto que dejó en evidencia una paradoja: mientras se rechaza formalmente la participación en el bloque, se buscan relaciones bilaterales con sus principales miembros. Algo similar ocurre con China, que continúa siendo uno de los mayores socios comerciales de la Argentina, incluso en sectores estratégicos como energía, minería y agricultura.
Ecuador es otro ejemplo de esta realidad. Su presidente, Daniel Noboa, ha viajado recientemente a China en busca de financiamiento e inversiones. Países como Bolivia y Brasil profundizan sus vínculos con el BRICS y participan de foros multilaterales del bloque. Incluso Uruguay, con una tradición más afín a Occidente, ha comenzado a coquetear con nuevas formas de integración asiática. Lo que queda claro es que ya no se puede hablar de esferas de influencia exclusivas, como en los tiempos de la Guerra Fría.
El mundo está cambiando, y América Latina tiene una oportunidad única para reposicionarse. El nuevo orden multipolar —aún en gestación— no ofrece certezas, pero sí abre márgenes de maniobra para actores medianos y periféricos. En lugar de elegir entre Washington o Pekín, la región puede y debe construir una política exterior autónoma, plural, basada en sus propios intereses estratégicos. Esto requiere abandonar las lógicas de subordinación ideológica y apostar por una diplomacia pragmática, que no vea en el multilateralismo un riesgo, sino una herramienta de desarrollo.
El rechazo al BRICS por parte del actual gobierno argentino no debe ser visto como un hecho aislado, sino como parte de una concepción del mundo que ya no se ajusta a la realidad. Mientras el orden liberal se desgasta, el bloque del Sur Global avanza, propone y se consolida. América Latina tiene que decidir si quiere ser parte de ese proceso o seguir mirando desde afuera cómo se reconfigura el mapa global.
Porque el mundo ya no gira en torno a una sola potencia. El futuro será multipolar. Y quien no se adapte, corre el riesgo de quedarse afuera.