Hay gestos que no se ven, pero duelen igual. Un adolescente en una escuela católica de zona norte junta los restos de su merienda como quien recoge su dignidad, a veces hasta le arrojan cáscaras de mandarina. Lo que su papá preparó con amor —unas frutas, un sándwich— suele terminar tirado al piso, revoleado, arruinado. A veces le sacan del banco lápices, regla, algo. No los pierde: se los roban delante de todos, como si su sola presencia molestara.
Y él calla, aguanta y se vuelve más callado, más cansado, más solo. En ese colegio, como en muchos, los grupos se cierran como murallas. Conversaciones que no lo incluyen, círculos que no lo abrazan, silencios que dicen “no sos parte” sin necesidad de palabras. Lo aprende. Lo siente. Él es una persona distinta en salud, más no excluible de su entorno.
No hace falta un golpe para que haya violencia. A veces el bullying es casi invisible para los adultos, pero para quien lo vive, es una herida constante. Y quienes lo hacen, son los mismos que suelen decir frases como aceptar y amar al prójimo. Esa doble cara duele más.
Nadie quiere admitir que esto pasa en su escuela. Pero pasa. En Córdoba, como en todo el país, miles de chicos viven exclusión, hostigamiento y soledad frente a aulas llenas.
Las cifras lo confirman. En Argentina más del 66 % de los adolescentes sufre bullying o conoce a alguien que lo sufre. Casi uno de cada cuatro no habla con nadie. El silencio también es parte del daño. Argentina está en el puesto 3 mundial de bullying.
La ley existe. Las campañas también. Pero si no se bajan al aula, no alcanzan. Este joven necesita una mirada y acciones reales. Un gesto que diga: “No estás solo”. Porque el dolor que no se ve… también es nuestro. Estamos todos involucrados. Y todos somos parte.
Cristian Correa
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