El asesinato de periodistas en Gaza ya no es una excepción ni un error militar. El ataque israelí contra la tienda de campaña que albergaba a comunicadores de Al Jazeera, y más recientemente, el doble bombardeo contra el hospital Nasser de Jan Yunis, lo confirman: la guerra en la Franja es también una guerra contra quienes buscan contarla. La Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos fue categórica al calificar el hecho como una “violación grave del derecho internacional humanitario”. La acusación es clara: Israel apunta deliberadamente a silenciar voces.
Entre los muertos se encontraba Anas al-Sharif, corresponsal de apenas 28 años. Israel alegó que era un agente de Hamas; Al Jazeera lo niega y denuncia un “asesinato premeditado contra la libertad de prensa”. No es un caso aislado: al menos 242 periodistas palestinos han sido asesinados desde octubre de 2023, según Naciones Unidas. El Comité para la Protección de los Periodistas habla ya del conflicto más mortífero jamás documentado para la profesión.
El jefe de la UNRWA, Philippe Lazzarini, lo resumió con crudeza: “Israel sigue silenciando las voces que denuncian las atrocidades en Gaza”. Y agregó algo que explica el drama: Israel ha prohibido el acceso independiente a los medios internacionales, otorgando sólo autorizaciones bajo control militar. En otras palabras, la guerra se desarrolla bajo un cerco no sólo físico, sino también informativo.
Mientras tanto, la población civil enfrenta un colapso humanitario sin precedentes. El relato de Olga Cherevko, oficial de la OCHA, tras visitar el Hospital Nasser, es un testimonio directo del desastre: pasillos desbordados, niños con desnutrición crítica y adultos extremadamente frágiles. Muchos de los heridos llegaron desde puntos de distribución de comida, donde arriesgar la vida por un poco de harina se ha vuelto cotidiano. Una pareja joven, contó Cherevko, quedó destrozada cuando el marido resultó gravemente herido al intentar conseguir alimento para su familia.
El director de Salud de la UNRWA, Akihiro Seita, detalló lo que se ha vuelto símbolo del asedio: el azúcar se vende a 100 dólares el kilo. No hay frutas, ni productos básicos. Para los niños con diabetes tipo 1, la falta de azúcar convierte un tratamiento sencillo en una condena a muerte. Lo que en otro contexto sería una banalidad, en Gaza es un crimen lento y sistemático.
El ataque al hospital Nasser del 25 de agosto dejó 20 muertos, entre ellos cinco periodistas de agencias internacionales como Reuters, AP, Al Jazeera y Middle East Eye. El hecho se repitió con un patrón escalofriante: un primer bombardeo, seguido por un segundo ataque cuando llegaron los rescatistas. Las imágenes de cuerpos desperdigados en los pasillos evocan la crudeza de una frase que se repite como un mantra entre médicos y pacientes: “no hay ningún lugar seguro”.
La OMS denunció que el ataque afectó directamente al servicio de urgencias, la unidad quirúrgica y hasta la escalera de emergencias del hospital. Su director, Tedros Adhanom Ghebreyesus, pidió el cese inmediato de los bombardeos contra instalaciones sanitarias. Pero sus palabras, como tantas otras, caen en un vacío de impunidad.
Las reacciones globales llegaron rápido, pero con distinto tono. Emmanuel Macron calificó el ataque como “intolerable” y exigió respeto al derecho internacional. Alemania pidió una investigación. Turquía habló directamente de “crimen de lesa humanidad”. El Reino Unido expresó “horror”. Estados Unidos, en cambio, mostró la ambigüedad habitual: Donald Trump, en su estilo errático, primero admitió desconocer el hecho, luego lo relativizó y finalmente desvió el eje hacia los rehenes israelíes. La misma narrativa que sostiene, en última instancia, el manto de impunidad sobre Tel Aviv.
Lo que ocurre en Gaza no es sólo un drama humanitario; es también un desafío al orden internacional. Los ataques a periodistas y hospitales se inscriben en una lógica que combina la guerra total con la negación de testigos. Sin imágenes, sin voces, sin cifras independientes, el sufrimiento queda encapsulado en comunicados oficiales. Es un intento de moldear la percepción de la guerra tanto como su resultado militar.
En última instancia, lo que está en juego en Gaza trasciende a la propia Gaza. Cada bomba sobre un hospital, cada periodista asesinado, cada niño que muere de hambre, erosiona la idea misma de un sistema internacional basado en normas. El derecho humanitario, construido tras los horrores del siglo XX, se convierte en un archivo de buenas intenciones cuando un Estado con respaldo político y militar suficiente puede ignorarlo sin consecuencias.
El conflicto expone, además, la tensión de un mundo en transición. En la retórica, se proclama un orden multipolar; en la práctica, los crímenes quedan impunes porque el poder sigue concentrado en pocas manos. Gaza es hoy espejo y advertencia: muestra hasta qué punto la legalidad internacional se ha vuelto selectiva, y cómo la indiferencia de los actores centrales acelera la decadencia de la arquitectura global.
Tal vez por eso, más allá de la geopolítica, lo que se libra en la Franja es también una batalla por la memoria y la palabra. Si las voces que intentan narrar las atrocidades son eliminadas, si las imágenes no llegan, si los periodistas son borrados, entonces lo que muere no es sólo la verdad palestina, sino la posibilidad misma de que exista una verdad compartida. Gaza nos recuerda, con brutalidad, que la primera víctima de la guerra no es la verdad, sino la justicia.