Desconozco si quienes organizaron la Feria del Libro quisieron hacer un guiño a Lilita Carrió al tomar como lema las mismas palabras que un libro suyo, “Humanismo y libertad”. Calculo que no. Pero la coincidencia muestra una característica de las palabras y las obras: tienen una vida propia, también sometida a las sucesivas interpretaciones y resignificaciones.
Pensemos por ejemplo en el tema “Libre”, recientemente versionado por el presidente argentino, que era cantado al inicio de la dictadura chilena por los seguidores de Pinochet. Como sucede con otras obras de esa misma presentación, se hallan numerosas interpretaciones y usos de temas presumiblemente distintos de las intenciones de sus creadores.
Ante estas posibles manipulaciones, el riesgo es ceder el valor de palabras como “humanidad” y “humanismo”, y entregarlas a quienes les eliminan sus potenciales emancipatorios y liberadores, sin luchar por versiones más positivas de las mismas.
Humanismo y antihumanismo
A menudo la filosofía se parece al Registro de las Personas: todo el tiempo estamos dando certificados de paternidad o maternidad (“el padre de la modernidad”, “el padre de la fenomenología”) o certificados de defunción (“la muerte del sujeto”, “la muerte de Dios”, etc.). Pero también, por nuestro mismo trabajo, sucede que rastreamos antecedentes impensados y supervivencias o resurrecciones inesperadas. La idea del “humanismo” y lo “humano” entra en esa secuencia.
Mucho se ha hablado de la “muerte del hombre”. Entre sus efectos tenemos las posiciones actuales de lo que se llama posthumanismo y transhumanismo, que incluyen formas del antihumanismo.
Es preciso entenderlas, ya que son una respuesta nacida precisamente de al menos tres procesos de autorreflexión de los seres humanos mismos: Primero, las consecuencias derivadas de nuestra conciencia progresiva de los vínculos cada vez más evidentes que nos entrelazan con el resto de los seres vivientes y no vivientes (el genoma, las condiciones químicas, los efectos psíquicos, los modos de lenguaje y comunicación, etc.), por lo que la idea de separación absoluta entre humanos y no humanos queda obsoleta. Segundo, la conciencia – y uso – de las capacidades técnicas, aplicadas por quienes quieren ir más allá de la condición humana, rechazando sus límites (fundamentalmente la finitud y la muerte), de modo que intentan reemplazar el estado humano por otra condición (por ej. la transposición de la conciencia a la máquina, para así liberarse de los límites del cuerpo). Y tercero, el reconocimiento de los efectos perversos de aquellos patrones de identificación histórica, con los que se definió quienes eran y quienes no eran humanos, que confluyeron en un tipo de “humanismo” opresivo.
Frente a este devenir y a la conciencia de sus aspectos más oscuros, es mala idea tirar al bebé con el agua del fuentón. Es preciso revisar y reconstruir algunos rasgos fundamentales del término “humano”, tanto en el plano histórico como en el sugerente plano etimológico, para ver su evolución y lo que de ella se puede rescatar.
Las críticas y las posibilidades
La “paideia” griega y la “humanitas” latina fueron los ideales educativos de virtud y avance por las artes liberales, luego retomadas por el Renacimiento y los pedagogos (fundamentalmente alemanes) desde fines del s. XIX. Esa historia será también la base de la crítica – ya desde el s. XIX – de la versión uniformadora y armónica de los humano como construcción ideológica, y como fuente del “ciudadano” o de un sujeto “abstracto”.
Ya en el s. XX autores de la Escuela de Frankfurt criticaban la confianza naif de corrección de la técnica por la técnica misma y veían una ambigüedad en la noción de humano y la dialéctica de progreso y cosificación que dio lugar.
Finalmente, el “antihumanismo” de Heidegger ante el devenir de la tecnociencia y la crítica de Foucault a la “esencia” que supone, como algo fijo a lo que hay que conformarse, son un último acceso para comprender las posiciones más recientes, ya vinculadas con cuestiones como el decolonialismo, las luchas de género, las políticas indias, etc. En este proceso, pensamientos críticos como el latinoamericano y el africano han sido fundamentales.
Pero para no desperdiciar las capacidades que todavía tiene el concepto, conviene rescatar las figuras del “humus” y de Proteo, siempre presentes en el humanismo.
Somos los seres hechos de tierra, con todo el entramado que significa; pero somos también los seres que, como Proteo, podemos convertirnos en todas las cosas. Esas características significan el vínculo y la transformación de sí en otro, que el pensamiento clásico veía como parte inherente del ser humano.
Gracias a esa capacidad, otro rasgo de la acción humana es la condición de responsabilidad, que hace del ser humano – más allá de sus posibilidades genocidas, siempre presentes – quien debe dar cuenta de y ante otros, particularmente en resistencia contra el naturalismo darwinista y la supervivencia del más apto.
Estas revisiones permiten, tanto para la noción de humanismo como para tantas otras que han sido resignificadas perversamente (pensemos en “libertad”), un sentido y una performatividad pública, que reaviven el lazo social.