El fentanilo, un potente fármaco opiáceo sintético aprobado por la Administración de Alimentos y Medicamentos para uso como analgésico (alivio del dolor) y anestésico es aproximadamente 100 veces más potente que la morfina y 50 veces más potente que la heroína como analgésico, parece ser el motivo central de las preocupaciones y acciones de la Administración Trump.
La pregunta que surge es ¿Por qué solo EEUU tiene esta epidemia del fentanilo, mientras que el resto del mundo al menos por ahora no lo sufre en esa medida?; EEUU suma 30 muertes por cada 100 mil habitantes, 10 veces más que en China, India o América Latina donde se producirían los opioides.
La respuesta está en su historia que comienza en 1995. Ese año Purdue Pharma lanzó OxiContin una nueva forma de Oxicodona de liberación prolongada promovida con grandes campañas publicitarias (6000 millones por año), estudios fraguados y por supuesto la aquiescencia de las autoridades de salud que solo en 2016 la declararon de alto riesgo y los 50 Estados firmaron un acuerdo de 7,6 miles de millones con Purdue Pharma por haber comercializado en forma engañosa su medicamento.
Hoy se sabe que el 55% de las personas que consumieron opioides por sobre las recetas médicas, desarrollaron adicción, por lo que Republicanos y Demócratas “negocian” con los lobbies farmacéuticos, que abandonen los opioides en el tratamiento del dolor y desarrollen medicamentos para neutralizar los efectos adictivos.
O sea, si bien la oferta está en manos de narcotraficantes, la demanda fue promovida por la avaricia de los laboratorios y la inacción de los reguladores de EEUU, que en otros países si actuaron preventivamente restringiendo su prescripción médica.
Aun cuando la “guerra contra las drogas” es un derecho de todos los países, la actual derivación con el fentanilo, parece ser una simple excusa para invadir, sancionar o intervenir en otros países a quienes se acusa de “envenenar” a los estadounidenses, como desde hace 50 años se hizo con el clorhidrato de cocaína.
En nuestro país, la política de seguridad parece ser la única estrategia para combatir el problema, dejando de lado las políticas preventivas de salud, la contención de adictos y sus familias y aún la identificación de “pequeñas” bandas (de decenas de miembros) como la que asesinó y descuartizó a las 3 jóvenes en Florencio Varela que operaba sin siquiera ser identificada en la Villa 1-11-14 del Bajo Flores en la Ciudad de Buenos Aires.
Mientras tanto se trata con pocos resultados frenar el ingreso de cocaína o marihuana con radares, aviones, etc. en una frontera de miles de kilómetros, mayor que la de EEUU con México que con todos los recursos disponibles también ha fracasado por décadas.
En las provincias, que solo pueden controlar el narcomenudeo, las acciones y resultados tienen sus límites si no se coordina con inteligencia a escala nacional e internacional, ya que en el mejor de los casos se identifican “kioscos”, deliverys y consumidores que poco contribuye a desarticular las organizaciones criminales.
Mientras tanto el flujo financiero del narcotráfico y su lavado es poco o nada perseguido. Mucho menos cuando en los blanqueos el propio Presidente Milei, señaló que “no le importaba su procedencia”, contrariando todas las normas internacionales en la materia que nuestro país se comprometió a cumplir y condiciona negativamente a grandes inversores que puedan invertir en Argentina.
Ante este mapa de fuerzas, que aceptan y promueven el lavado de activos de esa procedencia, el uso promiscuo de argumentos falaces para justificar lo que es injustificable en el derecho internacional y el uso excluyente de las fuerzas de seguridad para solucionar un problema que necesita más prevención, contención, protección, empatía y amor, la sociedad civil organizada solo puede, ni más ni menos, que aportar a buena parte de eso que falta si el Estado y éste la apoya con decisión y transparencia.









