Con los años, y según gira el mundo, me he ido percatando de que Córdoba mantiene para con sus referentes intelectuales una doble condición: es refugio de alojamiento, pero también es un puerto difusor de artistas y escritores. Son muy pocas las latitudes por las que he andado en las que no me encontrara a un cordobés –nativo o de adopción- residiendo allá. De la primera de las fisonomías, la de ser cuna y cobijo de tantas almas errantes, mucho se ha escrito: el hecho universitario, fundante y conformador de la personalidad cordobesa, explica esta fuerza de atracción hacia la ciudad. Aunque, además de los datos objetivos de ese movimiento centrípeto, también hay una cierta leyenda auto referencial que distorsiona un poco la historia, exagerando desde la veta localista la capacidad de recepción acogedora de la ciudad universitaria.
Precisamente para balancear esa fábula decondescendencia, yo suelo remarcar la otra característica que coexiste con la de ser recepción y refugio: la de una ciudad donde una élite conservadora y reaccionaria ha conseguido muchas veces imponerse al carácter protestón y libertario. Y cuando los platillos de la balanza se han inclinado hacia el sostenimiento del statu quo, esta vieja y querible ciudad universitaria se ha cerrado sobre sí misma (“Córdoba no sabe que existe en la tierra otra cosa que Córdoba”, se quejaba Sarmiento), transformándose en coto de caza para unos pocos. Cuando no en algo aún peor: en cárceles, en jefes de policía intentando asonadas autoritarias, en directores municipales de cultura presidiendo quemas de libros, en generales todopoderosos acuartelándose con cadetes del liceo, en cabildos históricos reconvertidos en centrales de espionaje, en estancias serranas vueltas campos de concentración. En los dos siglos largos que llevamos, son escenas que se dan en retornos circulares.
Algunos de ellos han sido retratados por el colega Diego Tatián en un exquisito volumen reciente: Contra Córdoba, publicado por Caballo Negro: “Una pequeña teoría de Córdoba según la cual la historia cultural de la ciudad aloja un conjunto de experiencias de ruptura contra Córdoba… una secuencia de singularidades sin orden cuyo sentido se obtiene de lo que enfrentan: un conservadurismo vuelto naturaleza que impide lo que nace y sobrevive a todo lo que se rebela”, dice Tatián.
En esos períodos en que se oscurece el aire y se enrarecen los vientos, la Córdoba de la recepción de estudiantes y trabajadores se convierte en expulsora, en puerto de salida, en exportadora sin ganancia de talentos y criterios. Yo suelo llamarlo, en las conversaciones con los amigos, el “Síndrome Lautréamont”.
Entre las tantas leyendas urbanas circula aquella que cuenta que el uruguayo Isidore Ducasse vino a la Córdoba “nido y cobijo” hacia mediados del siglo XIX, buscando aquí protección frente a una Montevideo sitiada por las tropas rosistas; su familia lo recibió en el caserón de la calle Castro Barros 114, que aún se mantiene en pie, y elchico no tuvo mejor idea, quizás en compensación a la generosidad del hospedaje, que leerles a sus anfitriones algunos versos de su obra, “Los cantos de Maldoror”. Fue una imprudencia: Córdoba se levantó contra Córdoba, al joven Isidore Ducasse se le secuestraron los poemas, se enviaron los folios al convento de los Dominicos (donde puede que hayan sido quemados), y se expulsó al poeta de la ciudad. Terminó éste en París, publicando esa obra fundante del surrealismo bajo el pseudónimo de Conde de Lautréamont, y muriendo a los 24 años. Córdoba se perdió, por pacata y conservadora, haber auspiciado a semejante genio. Eso sí: le ha dedicado una calle en el barrio San Martín, que serpentea entre talleres mecánicos y negocios de repuestos. Porque, una vez muerto, hasta Ducasse es inofensivo.
He vuelto a hablar del “Síndrome Lautréamont” estos días, al despedir a la querida Rosalba Campra, que tras un paso raudo por su Córdoba natal ha vuelto a Roma, donde vive desde hace ya varias décadas. No sólo es triste despedir a los amigos, sino también es una pérdida de oportunidad para el acervo cultural de la ciudad no hacer nada por intentar repatriar a tanta gente desperdigada por el planeta, en especial a aquellos que tuvieron que irse a la fuerza en alguno de los circulares tiempos de malos vientos. En todo caso, respecto de Campra hay un elemento que atempera esa lejanía forzada: Rosalba ha decidido publicar aquí parte de su obra literaria, especialmente la de creación en narrativa y en poesía. Desde que se jubiló de su cátedra en la Universidad de La Sapienza, donde enseñó literatura hispanoamericana durante años, la “professoressa” se ha dedicado a sistematizar sus ensayos e investigaciones –han aparecido en los últimos meses los libros Los que nacimos en Tlön. Borges o los juegos del humor y del azar, y Para recorrer Macondo (y encontrar la salida), publicados en Madrid-, pero a sus poemarios los edita Juan Maldonado, aquí, en Alción.
En este paso de diciembre por Córdoba, Rosalba Campra presentó su último título en poesía: “Arqueología provisoria”. Me pidió que escribiera un texto para la contratapa del volumen; escribí esto: “Ruinas. Nombres. Rastros en la tierra y en el agua, caminos recorridos y desandados. Como esos arqueólogos decimonónicos que con un pincel quitaban el polvo memorial del pasado, Rosalba Campra escarba en las huellas, reales o hipotéticas, de una vida andada con una tersura espumante. Esa escritura genera uno de los poemarios más bellos y personales de la obra de Campra. Embebido de un color autobiográfico discreto, que en ningún momento invade la paleta cromática de los demás elementos del poema, sino que los hace vibrar: si un lector descuidado no hubiese accedido aún a otro libro suyo y se sumergiese en este, encontraría aquí, diseminados, todos los elementos que componen esa manera única de recuperar imágenes, traerlas a un eterno presente y relacionarlas con pasión, reflexión e ironía. Excavaciones arqueológicas que son, se nos aclara, provisorias: el lector, luego de acceder a estos hallazgos, quedará a la espera de las próximas búsquedas. Es una sensación muy satisfactoria, es `el espacio en blanco / donde se recorta / la forma del deseo´.”