«Todos hemos sido alguna vez para otros un relato extraviado», acepta el escritor Fabián Casas en el prólogo de su último libro, «Una serie de relatos desafortunados», una definición curiosa porque es precisamente esa aceptación de la pérdida la que le da fuerza a estos cinco relatos de distintas épocas y nunca antes publicados, con los que vuelve al cuento quince años después de «Los Lemmings».
El prólogo del libro publicado por Eloísa Cartonera es un potente paratexto, en el que recrea las condiciones de escritura de cada uno de los relatos y explica por qué no vieron la luz en su momento. Además, define a la literatura como un terreno inestable y sin reglas definitivas y deja entrever cómo la paternidad lo hizo reconsiderar ciertas ideas preconcebidas sobre el oficio. Esas líneas funcionan como un guiño para los lectores que desde hace años lo beatifican como escritor de culto, y como una arena de comprensión sobre cómo funciona la cocina de su escritura.
Durante los primeros días de la cuarentena, mientras todo era introspección y silencio en la ciudad, Casas cuidaba a su padre de 92 años. Si bien él y sus hermanos sabían que asistían a sus últimos días de vida, en ningún hospital querían internarlo porque no tenía Covid. Bañarlo, darle de comer y asistir a su deterioro cognitivo al mismo tiempo que afuera acechaba una pandemia fue para los hermanos una despedida en unidad, muy presente. «Nos damos cuenta que la comida está a punto/ cuando el olor de la cocción/ supera al olor de papá», condensa uno de los poemas que escribió por esos días, publicados en un suplemento cultural mexicano. Una noche de esas, el creador de ficciones y ensayos volvió a su casa y decidió deponer las armas: con una camisa blanca y un palo de escoba fabricó una bandera de rendición. Al otro día, volvió junto a su padre y pudo retomar los cuidados con fuerza renovada para encarar la despedida.
El autor de títulos como «Ensayos Bonsai», «Horla City», «Ocio», «Titanes del coco», y «Últimos poemas en Prozac», se vale de la misma economía de lenguaje que caracteriza su obra. Elabora un «Elogio de la rendición», cuenta por qué decidió publicar esos viejos cuentos que lo esperaban en una carpeta, se confiesa más lector que escritor y advierte sobre el riesgo de vivir la pandemia como un dogma.
– ¿Por qué decidiste sumar ese prólogo a la edición de «Una serie de relatos desafortunados»?
– Fabián Casas: Los cuentos estaban guardados en una carpeta desde hace años. Osvaldo Aguirre me preguntó si tenía un relato para una revista y por la publicación me pagaba equivalente a dos expensas. Fui a la carpeta, saqué uno y me quedé leyendo los otros. Después los volví a tipear a todos porque no los tenía en mis computadoras. Y pensé que los cuentos podían ser publicados aunque no funcaran. A partir de eso, me gustó escribir algo nuevo, una vivencia nueva. Es un mapa para mí y para el lector sobre cuentos viejos de los que me había olvidado y pude leerlos como si los hubiera escrito otro.
– Contás que cuando eras joven tenías la fantasía de que para escribir debías estar solo y sin hijos, y que «El sudario» te sirvió para algo tan real y concreto como pagar dos expensas. Resuena también ese poema tuyo «La familia es una patología/ que te acompaña toda la vida/ Pongámosla en la heladera/ para que no se pudra». ¿Ingresar al mundo de la familia y la paternidad te modificó como autor?
– Supongo que lo que soy en la vida cotidiana y las cosas que me van pasando me modifican como lector y como autor porque cruzan todo, el día a día, como diría Robert Lowell. Las personas se influencian como las esporas que largan los hongos. Y así también los textos entre sí y uno con los textos.
– «Es extraño como los libros llegan a nuestra vida», advertís al recordar cómo empezaste a leer en tu infancia. Ahora que sos un escritor publicado y con recorrido ¿Cómo llegan los libros? ¿Siguen existiendo esas formas extrañas?
– Leo mucho más de lo que escribo porque soy, como siempre, más lector que escritor. Disfruto mucho de esa situación sencilla de engancharme con un libro y frenar y retomar. Ahora leo una biografía larga de Paul McCartney y me espera otra de la Escuela de Frankfurt. Los libros llegan de las mismas formas que siempre. Me los recomienda Adrián, un amigo muy lector, muy potente. Él siempre está leyendo autores radicales y sus recomendaciones funcionan como password. El último fue «Job», de Joseph Roth y lo recomiendo mucho. O llego a un libro porque escucho una frase en algún lado y busco quién la dijo. O un epígrafe en «Flores robadas en los jardines de Quilmes» me lleva a Haroldo Conti.
– Contás que siempre quisiste escribir relatos, publicaste más poemas y novelas y alguna vez dijiste que «lo importante está en los cruces». ¿Qué te gusta específicamente del cuento?
– John Cheever decía que cuando uno se está muriendo se cuenta un cuento, no un poema o una novela, eso me gusta. Y también que el cuento tenga la tensión del poema, claro.
– Los relatos tienen algún suceso extraño o un clima de extrañamiento. Y se publican durante la pandemia, meses de muertos, encierro, vínculos mediados por la virtualidad, recrudecimiento de la pobreza. ¿La escritura es una suerte de refugio o te cuesta más escribir con este telón de fondo?
– Durante estos meses pude escribir largos tramos de una novela en la que venía trabajando y también leí mucha filosofía. La pandemia es un dogma y eso me jode, pero a todos nos pega distinto. Me afecta lo mismo que a todo el mundo: usar barbijo, no poder ver a mis amigos, gente que muere, otros con paranoia. O que los jóvenes y los viejos no puedan salir a hacer pogo. Y bueno, también está la ontografía: los imbéciles que inventan la palabra «infectadura». Creo que el miedo disciplina en lo más profundo del ser. Y en verdad, ser una persona valiente es tener miedo y, aun así, hacer cosas; no doblegarse. La angustia crece como una bota de vaquero que inmoviliza.
– ¿Y cómo se saca esa bota?
– La situación que genera la pandemia es muy dura, pero crecí durante la dictadura y aprendí a leer gracias a un montón de libros prohibidos de los que me enamoré simplemente porque estaban prohibidos, algunos eran incluso malos. Después vino la Guerra de Malvinas y perdí amigos. Después, el SIDA y la fiesta y el deseo se convirtieron en algo potencialmente mortal. Y después, el neoliberalismo de Menem y el de Macri que dejaron a millones afuera del sistema. Pero hay que salir del lugar de la víctima. Tengo por ahí un imán que dice: «Con tu papel de víctima, me hago un porro». Este no es un país de mierda y tenemos gente creativa -y no me refiero a los creativos del Malba- que trabaja en hospitales, en las villas y en las escuelas. Pienso en la resiliencia y en que es importante dar la pelea. Pero llegado el caso hay que rendirse, sin someterse. Eso permite poder avanzar. Rendirse es hermoso, todos deberían probarlo alguna vez en la vida.