Las lechuzas lamentaron, por primera vez,
el privilegio de ver en lo oscuro.
Liliana Bodoc, Los días de la Sombra
Néstor Rossini contemplaba una nueva mancha que se había expandido cerca del ventanal del comedor, mientras tomaba los primeros mates amargos de la mañana. Las casas siempre tienen humedad —repitió para sus adentros—. Como decía mi padre, hagas lo que hagas, al final el agua busca el camino y se impone”.
Rossini era un italiano satisfecho con su suerte. Aparentaba menos edad de la que tenía, compartía el lecho con su esposa de toda la vida, a quien aún amaba, y había alcanzado sus principales metas. Llegado de la provincia de Avellino, huyendo de la hambruna y de un presente que prometía más dolor, había formado una familia numerosa en Argentina y concretado con sus manos el anhelo de la casa propia, hacía ya cincuenta años. El lote se lo compró en cuotas a otro inmigrante, a un español nacido en Palencia de Negrilla, y ejecutó la construcción con la ayuda de su padre, de sus hermanos y de otros paisanos que ya estaban instalados en el barrio. Primero levantó una piecita, para meterse adentro con sus cachivaches, y luego, el resto de las habitaciones, a medida que fue juntando el dinero.
Con el correr del tiempo, tal como le había vaticinado su padre, la casa fue cediendo a la tentación de la humedad. Durante distintos períodos había logrado contener aquel avance, a partir de una buena combinación de esfuerzo, dedicación e ingenio, pero las manchas habían regresado a través del techo, del piso o de las paredes; a veces, la culpa era de los cimientos y del aumento de las napas a causa de las lluvias torrenciales; otras, se debía a unas chapas flojas, a una canaleta tapada o a la rotura de un caño de plomo.
Fuese lo que fuese, la humedad nunca retrocedía y seguía ganando terreno, centímetro a centímetro, inexorable, con la paciencia de un predador que sabe que su victoria podrá ser tardía pero inevitable.
Desde su jubilación, Rossini pasaba horas enteras observando infinidad de detalles, en una costumbre que parecía la brújula que lo hacía mantenerse orientado. Por regla general no tenía mucho que hacer, más allá de leer el diario, un libro, o mirar televisión, salir a caminar o ir al supermercado; el parque era atendido por un hombre que lo acompañaba hacía casi veinte años, desde la época en la que él tenía mucho trabajo y necesitaba ayuda.
No era raro que se obsesionara con hechos insignificantes. Tenía demasiado tiempo para pensar, y era mejor detenerse en la humedad, que prestarles tanta atención a los médicos que, a su edad, tendían a quitarle todo. Ya le habían suprimido la sal por la presión alta, el alcohol por el hígado y las carnes rojas por el ácido úrico; en la última visita, el médico lo había mandado a hacerse un control de rutina y a tomarse unas placas radiográficas, y seguramente vendrían nuevas prohibiciones.
Cuando Rossini descubrió la mancha en el comedor, reparó en que la humedad había dejado una señal muy parecida en el pasillo, al lado de la reproducción del cuadro Se viene la noche, de Florencio Molina Campos.
Con el termo bajo el brazo, y tratando de no hacer ruido porque su esposa dormía, marchó hacia la galería y se encontró con lo que esperaba, pero no dejó de sorprenderse ante las semejanzas.
Decidió registrar las demás manchas de la casa y se topó con escenas similares en el lavadero y el baño.
A grandes rasgos, todas las figuras respondían a algún extraño patrón. Rossini conocía de manchas de humedad, pero jamás había sentido hablar de que pudieran manifestarse con las mismas características en distintas partes.
Aquellas estampas representaban algo indeterminado, pero, de golpe y ante la insistencia de su mirada, percibió que contenían pequeños rostros, algunos serios y otros sonrientes, que lo escrutaban desde sus entrañas.
En medio del silencio de la casa, el hombre se sintió aterrado ante aquellas sombras, que parecían fragmentos de un organismo oculto detrás de miles de máscaras, que amenazaba con envolverlo todo en los días finales de su vejez, y decidió que era hora de llamar a su esposa Ofelia y ponerse a charlar de bueyes perdidos, para seguir adelante con una vida que tenía muchas cosas buenas para disfrutar.
A ella no le dijo nada de lo que había sucedido, pero pasados dos o tres días habló con su hija Andrea sobre el insólito hallazgo. No le contó que había visto minúsculos rostros, pero lo relatado bastó para que Andrea le hiciera reflexionar. Su hija, psicóloga recibida en la Universidad de Buenos Aires, lo escuchó con atención y le pidió que le mostrara las manchas. Cuando se acercaron a cada una de ellas estas no eran más que formas heterogéneas, y medio en broma y medio en serio, Andrea lo retó por sus ocurrencias. Al igual que en el test inventado por Hermann Rorschard, interpretó que su padre veía proyecciones de sus miedos.
Ante aquella aguda y certera visión de la realidad, Rossini se sintió avergonzado, justamente porque ella había sido muy sensata. Juntos vieron las manchas y llegaron a la conclusión de que el origen de lo vivido se debía a algún tornillo flojo.
Una semana más tarde, Andrea —tratando de que no se le notase su preocupación— ofreció a Ofelia y Néstor ayudarlos a vender la casita para comprar un departamento nuevo sin esos problemas de humedad, que eran muy perjudiciales para las vías respiratorias. A ella y a su marido les iba bien y podrían colaborar. Rossini pidió unos días para pensarlo, porque no le hacía gracia abandonar la casa que tanto les había costado tener y, sobre todo, que tanto les había dado. Aparte —y esto jamás se lo podría confesar a su hija—, advertía que las manchas lo buscaban a él y lo seguirían al departamento o a cualquier otra parte donde quisiese escapar. No conocía una forma más clara de expresar ese temor. Era así y punto: sentía que esas sombras lo estaban vigilando…
Quizás porque su hija había insistido demasiado con que debían abandonar la casa, Rossini soñó por primera vez con la humedad. Las manchas eran rayas marinas que avanzaban por las paredes, con ciega avidez, en busca de alguna víctima… Como suele ocurrir en los sueños, él se daba cuenta de que la única manera de escapar era quedarse quieto para pasar desapercibido. En algún momento sentía una fuerte picazón en la mano y se movía, y las manchas raya se tiraban sobre él…
El anciano se despertó en medio de la noche, luchando contra sus sábanas, y oyó el rumor de pies arrastrándose por las paredes, por los pisos, por el techo.
Miró a su lado y su esposa descansaba plácidamente, ajena a todo lo que sucedía.
Se puso una bata raída, se calzó las ojotas y marchó hacia la cocina. Encendió la luz y advirtió que la mancha se trasladaba hacia el techo, como en sus sueños o en la película de Steve McQueen.
Volvió a su habitación y buscó en el cajón de la mesa de luz un viejo rosario de madera que había sido de su madre. Mientras murmuraba oraciones que creía olvidadas, fue calmándose y pudo dormirse hasta el otro día.
Tras aquella madrugada su vida recuperó cierta tranquilidad y las noches fueron más serenas. Completó sus estudios médicos y se convenció de que su hija tenía razón en todo. No había por qué alarmarse respecto a esas manchas, y no era tan mala idea cambiar de casa. En otro lugar las pesadillas dejarían de asediarlo.
El día que fue a buscar los últimos exámenes, Rossini repitió el ritual de los mates amargos y, antes de salir, volvió a inspeccionar la pared de la cocina y notó que la mancha no era ni más ni menos que una mancha crecida sin ton ni son.
En la calle compró el diario y se tomó un colectivo que lo llevara hacia el centro.
En el sanatorio aguardó su turno hasta que le entregaron las radiografías, en una escena que había vivido cientos de veces y que formaba parte de una larga rueda que ya no sabía cuándo había comenzado a girar.
Cerca de la clínica entró a un bar y pidió un cortado. Se puso a leer la sección deportiva y cuando terminó abrió el sobre con las placas.
Al contemplarlas podría haberse sobresaltado, pero sólo vio lo que presentía en el fondo de su cansado corazón.
Las manchas ya eran parte de su vida.