Argentina registra una larga y triste historia en materia de golpes de Estado. Seguramente los más recordados, por su proximidad en el tiempo y gravedad institucional, sean los acaecidos en el transcurso del siglo XX, principiando por el golpe del 6 de septiembre de 1930, que marcó el final de la segunda presidencia de don Hipólito Yrigoyen. Pero esto no significa que el siglo XIX estuviera exento de ellos. De hecho, la mayoría de los historiadores sostiene que el 8 de octubre de 1812 se perpetró el primer golpe militar en nuestro territorio, en el que tuvo una decidida participación el general San Martín.
En el año 1811 el clima político en Buenos Aires estaba sumamente convulsionado, ya que eran muy palpables las diferencias existentes entre morenistas y saavedristas. Los primeros eran proclives a llevar la Revolución a fondo, en tanto que los seguidores de Cornelio Saavedra (que era el presidente de la Junta provisional de Gobierno) eran partidarios de adoptar una actitud más conciliadora con España.
Desaparecido Moreno (que había fallecido a principios de 1811 en alta mar, y en dudosas circunstancias, cuando se dirigía a Londres en una misión diplomática), el otrora jefe del regimiento de Patricios se adueñó de la iniciativa política, pero su modo de conducción vacilante pronto despertaría la antipatía de los miembros del Cabildo porteño, de los militares y la mayor parte de la población.
La derrota que el ejército patriota sufrió en Huaqui, el 20 de junio de 1811, fue el golpe de gracia para aquella Junta que se había conformado el 25 de mayo de 1810 y que fue ampliando sus filas durante el transcurso de aquel año. En su reemplazo surgió entonces el Primer Triunvirato, un gobierno colegiado integrado sólo por tres personas, a saber: Juan José Paso (el único sobreviviente político de la Primera Junta), Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea.
Los triunviros concentraron excesivamente el poder, disolvieron la Junta Conservadora, un cuerpo que contaba con atribuciones legislativas, y en el mes de noviembre dictaron un Estatuto Provisional a través del cual pretendieron organizar y dividir el poder del Estado. Fue precisamente este gobierno el que puso el grito en el cielo cuando Manuel Belgrano creó la bandera nacional y recomendó no utilizarla para no exacerbar aún más los ánimos del Imperio Español; reconoció la autonomía del Paraguay; levantó el sitio de Montevideo; y reunió las tropas para reforzar y defender a Buenos Aires, y al mismo tiempo perseguir a José Gervasio Artigas, el caudillo oriental que levantaba las banderas del federalismo en los territorios rioplatenses y que se había convertido en un acérrimo enemigo para los porteños.
Pronto comenzaron a publicarse en la prensa local artículos muy críticos hacia el Triunvirato, entre ellos los redactados por Bernardo de Monteagudo en “La Gaceta” de Buenos Aires. Los principales cuestionamientos estaban dirigidos al secretario Bernardino Rivadavia, que, si bien no tenía derecho a voto, gozaba de una influencia cada vez más gravitante en las decisiones del Primer Triunvirato.
Mientras tanto, fue cobrando mayor fuerza el grupo morenista que se nucleaba en torno a la Sociedad Patriótica, una logia política que bregaba por la independencia argentina, un tópico que no figuraba en la agenda del Triunvirato. Y después de la victoria obtenida en la batalla de Tucumán (24 de septiembre de 1812), cuando el general Belgrano decidió enfrentar al ejército realista desoyendo las órdenes de los triunviros de replegarse y retirarse a Córdoba, el desprestigio del gobierno ya era total.
Y así se llegó al jueves 8 de octubre de 1812, fecha en la que se perpetró el primer golpe militar de la historia argentina, aunque en rigor de verdad se trató de un golpe cívico-militar. A la una de la madrugada las tropas comenzaron a ocupar la plaza principal de la ciudad (hoy Plaza de Mayo). Los cañones al mando de Manuel Pinto apuntaban directamente hacia el Cabildo, en tanto que otros lo hacían contra las casas consitoriales, donde se reunían habitualmente y deliberaban los funcionarios locales. Se podían distinguir los granaderos de San Martín, acompañados por Carlos María de Alvear, ubicados a la izquierda del Fuerte, y, en el costado derecho, se encontraban los miembros del Regimiento 2, encabezados por Francisco Ortiz de Ocampo.
Ciertamente los soldados no estaban solos, ya que la plaza lucía colmaba de civiles aquella mañana. Allí estaban los partidarios de la Sociedad Patriótica, que habían sido llevados por Monteagudo y Julián Alvarez, y también la gente que seguía a Juan José Paso, que unos meses antes había renunciado al Triunvirato tras enfrentarse con Chiclana. Rivadavia y Juan Martín de Pueyrredón (que reemplazó a Paso), por entonces las dos figuras centrales del gobierno, se habían ocultado. Los más exaltados ese día fueron hasta la casa de Pueyrredón y apedrearon sus ventanas. Lo acusaban de traidor, de haberse quedado con parte de los caudales rescatados en Huaqui y de jugar a dos puntas (tanto con morenistas como con saavedristas).
Esto no era más que una manifestación de las profundas divisiones internas (hoy llamada “grieta”), que desde siempre nos han caracterizado como sociedad, y cuyos nefastos resultados están hoy expuestos a la vista de todos.
En la plaza se pedía el fin del gobierno del Triunvirato y la convocatoria a una Asamblea que declarase la independencia y sancionase una Constitución. Era como retrotraer el tiempo a Mayo de 1810, como si fuera el inicio de un nuevo proceso emancipatorio, había que refundar la Revolución. El Cabildo consultó a los jefes militares, quienes, en principio, se negaron a opinar, alegando que apoyarían lo que decidiese el pueblo. Y como la indecisión se prolongaba, San Martín le advirtió al Cabildo -antes de retirarse del lugar- que “el clima se tornaría más hostil” y que no había que demorar más la definición de esta delicada situación. Así las cosas, los líderes de las milicias finalmente propusieron al Cabildo los nombres de Antonio Alvarez Jonte y Nicolás Rodríguez Peña (ambos miembros de la Logia Lautaro), para que junto a Juan José Paso completaran el nuevo trinomio en el gobierno.
En definitiva, el Cabildo terminó cediendo a las presiones y de esta manera nació el Segundo Triunvirato, que fue la última versión que se conoció de esta peculiar integración del Poder Ejecutivo. Nuevos vientos soplarían a partir de entonces en el Río de la Plata: Belgrano recibió la orden de avanzar hacia el Alto Perú y de inmediato se reactivaron la operaciones militares en la Banda Oriental, enclave de los españoles en la región rioplatense. Asimismo, le ordenaron a San Martín controlar las incursiones realistas en las poblaciones ribereñas al río Paraná, y así, el 3 de febrero de 1813 el Libertador tuvo su bautismo de fuego en estas tierras, al frente de su flamante Cuerpo de Granaderos, en la recordada batalla de San Lorenzo.
Unos días después del golpe, el 17 de octubre llegaron a la capital las banderas que habían sido tomadas a los españoles en la batalla de Tucumán, lo que desató una serie de festejos en toda la ciudad. El cambio de clima era notorio. Y antes que finalizara el mes, el Segundo Triunvirato ya estaba formalizando la convocatoria a la Asamblea General Constituyente que, por haber principiado sus sesiones el 31 de enero de 1813, será recordada y reconocida en la historia argentina como la Asamblea del Año XIII.
De este modo, los anhelos de los hombres de Mayo, es decir, de quienes en 1810 habían protagonizado la Revolución, se acercaban a la realidad. Con la reunión de la Asamblea la declaración de la independencia y la sanción de una Constitución asomaban como objetivos no tan lejanos y posibles de alcanzar a la brevedad. Pero las circunstancias y vicisitudes en las que aquel Cuerpo Constituyente desarrolló su labor forman parte de otro interesante capítulo de nuestra historia, que alguna vez nos propondremos contar.