Sobre Interiores, de Cecilia Pagani. Ediciones Letras y Biblioteca Córdoba, 2020.
Antes de leer esta novela, un buen plan es ver películas como La mujer sin cabeza o La ciénaga, de Lucrecia Martel, o Criada, del joven cineasta salteño Matías Herrera Córdoba. En Interiores seguiremos tensando una cuerda que va en una dirección clara: la red y trama que esconde -y cuando quiere, exhibe- la violencia ínsita en un cosmos de relaciones familiares y no familiares, cuyo pico de embudo será el silencio, la obediencia, la complicidad que sutura un modo de vivir.
En tres partes, Cecilia Pagani retrata con limpidez una cadena de favores, un insondable rompecabezas, pero insondable por demasiado evidente para las conciencias que van narrando el derrotero que sigue la historia. El impacto está en ese no ver lo demasiado visible, en no escuchar lo demasiado audible. Claro que la trama está cosida y traccionada por engranajes muy poderosos, cuya solidez desampara a quien no forma parte de ellos o pretende desajustarlos.
Interiores propone un intimismo que desobedece en el propio lenguaje, frente al lector, la arquitectura misma de las identidades sociales. Los precios que se pagan por descorrer el velo, por mover los relatos, por fisurar las motivaciones, se pagan caro. Es una muerte la que desencadenará los hechos, que van y vienen para que podamos ordenar las piezas, y donde cada capítulo nos propondrá la elucubración del escondrijo. El “ser como de la familia” es el atributo y el traje que a los personajes les debe quedar bien, pero demasiado apretado para soportar una matriz de violencias y complicidades obstinadas en mantenerse, y donde cada quién saca su propia tajada.
Las historias anónimas cobran cuerpo, las historias interiores, que también suceden en primera persona, una donde está la “rabia reventándole los poros”. El empecinamiento en “torcer la historia” es el que derrumbará la torre, una que tiene piezas de cada personaje involucrado en la narración. “Nadie puede desaparecer de la vida de nadie, así como así”, se cuestionará Nora, punta de un ovillo ominoso pero perpetrado en las narices de quienes lo tejen. La decisión firme de buscar la verdad es la que “desarma por dentro” y he allí esos interiores donde se cuecen las habas del silencio despótico y que no tiene forma de ser consultado. Los fragmentos de la historia volcada son el matiz discordante, que luego empapará lo que necesitamos saber para conjurar las decisiones de la protagonista.
Por tramos el relato flirtea con el policial de voz baja. “Me enloquecía la idea de que estos años, todos en esa familia supieron lo que yo no sabía. Lo que yo deseaba saber”; pero uno lee a su vez un acorde que es producto de aquello que es necesario ocultar para sobrevivir: “Yo misma había construido la historia que en definitiva deseaba creer”. El nervio que se mueve en el corazón del relato (un corazón que se parte en dos, con un filo horizontal hacia adentro, como señala Leandro Calle en la contratapa) aprieta y no deja de hacerlo. Como afirma uno de los personajes, hay “refutaciones llenas de púas”: al mover la alfombra no encontramos mugre debajo; más bien descubrimos que todo el espacio está viciado, que la mugre es ubicua. Hay títeres de una genealogía de violencia en la que los intervinientes aprenden a representarse a sí mismos.
La palabra complicidad involucra un diccionario completo en este texto de Pagani. En los estudios de género, hay análisis que recalcan que la matriz de violencia patriarcal no nace en el golpe, sino en un sketch de programa de televisión en un horario de la siesta. Los oídos en las paredes, los murmullos en las cocinas, las contraseñas de oficina, los silencios tan hondos como el infierno pueblan esta trama, que enmudece en la garganta de quienes buscan gritar con “huesos blancos, de luna blanca, encendidos en la noche”. Hay razones que en las familias nunca se llegan a conocer, y es preferible que así sea, escribe la autora riojana.
Interiores obtuvo el Premio Literario Provincia de Córdoba en el género novela en 2019. Vale internarse en sus páginas para embadurnarse con el aturdimiento de silencios que se confabulan para mantener en un retrato ominoso los vínculos de esa familia extendida, que por cierto es una sociedad. Aunque a veces esos silencios caen. No dejan de caer.