Entre los rincones que se han reservado para prolongar las madrugadas, se recortó históricamente un espacio céntrico delimitado por Suquía y La Cañada: en jurisdicción de la seccional Segunda florecieron antros dedicados a las compañías ocasionales. Muchas de sus esquinas toleraron la oferta sexual, que, con el correr de las décadas se hizo diversa. Sobresalió un espacio que, hacia mitad de los 90, mostraba novedades; se dice que fue armada desde la cárcel por un conocedor de la noche cordobesa. La participación de familiares le habría otorgado una fisonomía más juvenil. En Tucumán al 400, núcleo duro de aquel territorio, apareció Candela”, un bar con reminiscencias al imaginario yanqui (barra, pool, lámparas bajas, música, humo de cigarrillo) que permitía traspasar la alborada a una pléyade heterogénea: desde estudiantes o profesionales hasta representantes de los contornos profundos convivían sin inconvenientes entre las damas que repartían tragos y sonrisas. Pionera en detalles de marketing, como las calcos” que vestían las lunetas de vehículos rigurosamente polarizados, trascendió sin embargo por leyendas: entre ellas, que el Potro” Rodrigo habría sido su habitué (tuvo para el espacio afectivas palabras públicas); también se dijo que en alguna épica madrugada una caravana de noctámbulos habría llevado al bar por algunos minutos al mismísimo Diego Armando Maradona.
Pero Candela” mostraría una vez más, en 2001, reflejar el signo de su tiempo. Se comenta que fue adquirida entonces por quien decidió invertir en el negocio una indemnización tras desvincularse de una importante automotriz. En una ciudad que se replegó en ghettos y continuó empobreciéndose material y culturalmente, el bar comenzó un gradual declinamiento. Finalmente, la legislación anti-trata determinó el cierre de sus puertas.
Marginados diversos, mayoría absoluta en contexto del final, bien podrían haber ensayado una conjura.
Perplejidades
Es improbable que el Diez haya pisado los mosaicos de aquel bar, que se referencia solo como testimonio de una época. En cualquier caso, ya era el Maradona en retirada. Con el paso de los años, los millones que aún lo lloran se acostumbraron al Diego gordo, polémico, y sus irrepetibles hazañas como deportista fueron a parar al arcón que sus contemporáneos porfían en poner por delante de sus derrapes. La idea de Dios imperfecto” y otros desvaríos era la matriz en la cual esta versión de Maradona se mantendría hasta el final: en sus excursiones mediáticas atizadas por la tensión; sus experiencias como DT siempre apasionantes por agobiantes; sus dardos teledirigidos hacia personajes que al ser impactados hacían el deleite de mayorías presuntamente silenciosas.
El Maradona que en 1980 era campeón del mundo juvenil (1979), estrella de la Selección Mayor y se aprestaba a ser transferido en una cifra millonaria en dólares desde Argentinos Jrs. a Boca (1981), deleitaba a una Argentina que, aún en plena fase de vaciamiento por la Dictadura, poseía un 2,6% de desocupación. El Diego que decía yo me equivoqué y pagué” en su despedida (2001), le hablaba a un país que tras aquel gravoso vaciamiento, más los costos sociales decididos en la transición democrática, galopaba al 19,7% de desempleados (2002, datos del Indec). Entre 2001 y 2014, según el Banco Mundial, el desempleo juvenil llegó casi al 58%. En 2020, año de su muerte, solo una serie de mecanismos o subsidios excepcionales podrán evitar mantener el desempleo real por debajo de los 25 puntos.
Semejante declive, que se proyecta a los más variados órdenes sociales, perfeccionó la profunda sangría que comenzó en Argentina tras el golpe de Estado de marzo de 1976, y que la democracia no ha logrado detener aún en todos sus flancos. Aquella referencia a un país de movilidad ascendiente, próspero, crisol de razas, educado y laborioso, no es más que una fantasía. La demografía, la sociología, la economía, la evaluación educativa, lo vienen demostrando desde hace lustros; la dirigencia y parte de los ciudadanos siguen sin querer sintonizarlo.
Esa Argentina que fue a llorar al Diego en su velorio muestra con claridad las consecuencias del desastre. Allegados (figuras de cotillón, que tendrán un largo desfile por diversos medios amarillos en las próximas semanas), una familia encerrada en contradicciones, en la que hubiera sido lindo ver desde hace algún tiempo a algunos jóvenes licenciados o doctores Maradona” colaborando en distintas facetas con su patriarca, pero que aún no logran llevar la movilidad social hacia esos circuitos. Sus amigos de verdad, algunos de ellos titanes que compartieron sus mejores logros, que han elegido como tantas veces el dolor y el silencio. Una dirigencia oportunista, que improvisó un Funeral de Estado (regido en cualquier país organizado por estrictas leyes) poniendo en riesgo nada menos que la Casa Rosada, en plena pandemia. La presencia de barras bravas que vaya a saber por qué gozan de la estima de quienes les abren todas las puertas. Las estúpidas peleas entre ministros nacionales y de la CABA en los incidentes, y después.
Entre ellos, el cuerpo inerte del Diego, un poco todos y a la vez ninguno, antes ultrajantemente fotografiado por sus cuidadores; casi un caballo de Troya para cientos de miles que, impulsados desde el margen, se desesperaban por saludarlo. Y que por algunos momentos parecieron dispuestos a arremeter contra todo. Parece una conjura nacida en las noches de agonía de Candela”, sonando La mano de Dios” a todo volumen: un plan maestro de periferias que, en realidad, son el centro. Conspiración que, navegando entre ignorancias, hipocresías y desatinos, sumó otro capítulo dantesco a esta decadente Argentina.