Tus ojos vieron mi embrión,
y en tu libro estaban escritos
los días para mí moldeados,
aún antes de que existieran.
Salmos, 139:16
Primero se anunciaron en el barrio con pintadas y graffitis. FUERA JUDÍOS, esvásticas, esas águilas rígidas que tanto les gustan a los neonazis y otras idioteces. También cagaban en los umbrales.
Una tarde, no mucho después de mi Bar Mitzvah, desde el colectivo, volviendo del colegio, me pareció ver a un grupo de pelados reunidos en Parque Rivadavia, con esos borceguíes negros y pantalones con tirantes.
La primera víctima fue una mujer embarazada, peruana, en plaza Miserere, donde, para qué aclararlo, ya no quedaban ni prostitutas ni negros vendiendo joyas. La atacaron con bates de baseball, decían las noticias.
Yo ya tenía mucho miedo, pero de ese miedo afloraba una necesidad de heroísmo que terminó de materializarse cuando desde la ventana de mi pieza, que daba a la calle Catamarca al 200, una madrugada de insomnio escuché gritos, me levanté y fui testigo del primer asesinato de la pandilla, mientras cosían a puñaladas a un pobre gordo. Estaba tan aterrorizado que ni siquiera me animé a correr hasta el teléfono para llamar a la policía. Es más: ni siquiera le dije nada a nadie después. Pero tuve una idea que terminó por entusiasmarme.
Hablé con mi abuelo para pedirle precisiones. Sobre el Golem. Yo ya había leído la novela, pero el coloso que sirve para proteger a los judíos de los ataques antisemitas ni siquiera aparecía al final. Sabía que había sido un rabino de Praga del siglo dieciséis el que lo había creado, de la misma manera que, según el Talmud, Dios había creado a Adán: con barro.
“Golem significa sustancia primigenia, materia incompleta”, dijo mi abuelo, mala onda y amargo como siempre, sentado en el sillón que usaba para leer la Torah. “Porque un Golem carece de alma…” Sí, y es bastante imbécil: solo obedece y cumple a rajatabla con la tarea que le dé su creador.
Pero a mí eso no me interesaba, yo solamente quería saber si era posible hacer un Golem. Y como la vanidad era para el viejo más fuerte que el odio que le daba que lo interrumpieran, con bastante desprecio y jactancia me explicó que había un libro, el Libro de la Creación, escrito por el patriarca Abraham, que contenía un conjuro capaz de darle vida a la materia.
“Primero hay que dibujar en la frente de arcilla del Golem la palabra emet, que quiere decir verdad en hebreo. Después, escribir en un papel uno de los nombres secretos de Dios que contempla la Cabalá. Ese nombre puede tener cuatro, doce, veintidós, cuarenta y dos o setenta y dos letras. Y hay que meterlo en la boca de la criatura para que obedezca”.
Yo sabía que esa misma noche se iba a encerrar en la biblioteca del piso que con mi abuela, mis padres y mis hermanas compartíamos, y que se pasaría horas estudiando todo lo relativo al Golem. Esperé despierto, acurrucado atrás de un aparador junto a la puerta de la biblioteca y cuando noté mucha inmovilidad espié por la cerradura. Estaba dormido. Hice un ruido raspando la madera de la puerta y logré que se despertara y que guardara los libros. Miré bien dónde los ponía, y cuando se fue a la cama…
Olvidé contar que en un baño clausurado al fondo del negocio de telas familiar yo ya tenía el cuerpo del Golem. Fabricado con los mismos diarios que publicaban las noticias de los skinheads. Los había triturado a mano, había hecho una pasta con agua en un fuentón, y había armado a esa mole maciza, de mi altura. Me había llevado varios días, porque lo hacía a escondidas. Total, con el olor espantoso que había en ese baño nadie iba a entrar.
Le había escrito en la frente אמת, y bastó que recitara las palabras que mi abuelo había subrayado en uno de los libros para que cobrase vida.
Los cabezas rapadas me siguieron esa madrugada hasta el negocio, y yo los dejé entrar.
Los esperé atrás del mostrador.
Y metían miedo, eso puedo asegurarlo. Eran siete. Dos eran pibas. Todos tenían los brazos llenos de tatuajes.
Botas con punteras de acero. Cinturones con cruces celtas y soles vikingos. Blandían unos caños de PVC que parecían rellenos. El que parecía ser el líder, de campera militar camuflada y ojos celestes, tenía un águila tatuada arriba de la nuez de Adán.
“Date por muerto”, dijo.
Y yo me di vuelta y bastó silbar para que la mole de papel maché viniera de la trastienda y se les fuera encima.
La cara de todos fue de sorpresa, de desconcierto, hasta de horror.
Cuando el líder, al grito de “¡Heil Hitler!”, se defendió partiéndole la cabeza al medio con su caño, mi criatura siguió moviéndose, obstinada y obediente, intentando golpearlos.
Al grito de “¡Mueran todos los judíos!”, una de las chicas rapadas sacó una botellita de vidrio llena de algo inflamable y la reventó a los pies de mi Golem. Yo tuve la precaución de correr y encerrarme en el baño. Tenía una ventanita que daba al patio y la puerta era de metal. Iba a sobrevivir al incendio que el Golem estaba armando mientras corría en llamas por todo el local.
Cuando el fuego terminó de tragarse toda la mercadería de la empresa familiar, salí y les conté a todos una historia que omitía al Golem y me dejaba como héroe: había dejado la seguridad de mi casa para defender a una muchacha de piel oscura que había podido escapar mientras los neonazis me seguían hasta la tienda.
Nosotros nos mudamos a Recoleta y mi familia se dedicó a partir de entonces al rubro inmobiliario. Los cabezas rapadas, a lo mejor entusiasmados por el éxito que habían tenido con el Golem, siguieron por un tiempo más en el barrio, hasta que se aburrieron o fueron apresados, no me acuerdo qué ocurrió primero.
Matías Bragagnolo
(La Plata, 1980). Publicó las novelas Petite mort (2014, finalista de los concursos “Laura Palmer no ha muerto” en 2010 y “Extremo Negro – BAN!” en 2013), El brujo (2015), La balada de Constanza y Valentino (2018), El destino de las cosas últimas (2018) y Dormiré cuando esté muerto (2021). Cuentos y ensayos académicos suyos han sido publicados en antologías, revistas y diarios. En 2015 dictó en Espacio Enjambre un seminario sobre la técnica literaria del cut-up. Colaboró en 2018 con la columna “Literatura sin límites” para el programa de radio “El sonido y la furia” y con ensayos sobre música contemporánea en la revista Metacultura.
Principal representante de la “literatura extrema” en Argentina, Bragagnolo trabaja sobre la alienación, la locura, la perversión y la violencia. En medio de la truculencia y la pornografía, su narrativa es una crítica lúcida y feroz a la distopía capitalista en la que vivimos esclavizados. El relato de hoy es una reversión de una antigua leyenda judía traída a la actualidad de nuestra capital tercermundista e intolerante.