El ingeniero James Lovelock trabaja entre la bruma una mañana de 1960. Entre la bruma de la campiña inglesa, aún recuerda las quemaduras en su propia piel, para no lastimar el blanco pelaje de los conejos, en un laboratorio durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando el viento viene desde el sur, la bruma es más densa. En cambio, cuando el viento llega del polo, todo se vuelve más liviano. Intenta medir. Una y otra vez, la composición del aire. Medir con exactitud. Perfecciona instrumentos. Aún está lejos de esbozar su Hipótesis de Gaia, esa que parece venir más desde la poesía o la literatura, que de alguien que intenta medirlo todo.
“Prefiero quemarme. Las quemaduras fueron muy dolorosas al principio, pero en una semana mi cuerpo se acostumbró”, le dijo Lovelock al semanario alemán Der Spiegel en 2020. Tenía ya 102 años. Su Hipótesis de Gaia había sido criticada por más de 50 años por todo el arco científico. Ingeniero, primero, Lovelock se doctoró posteriormente en medicina. Y, durante la Segunda Guerra, en el Instituto Nacional de Investigaciones Médicas de Hempstead, estudió el efecto del calor sobre los tejidos biológicos y la coagulación de la sangre. También incursionó en la criobiología y realizó experimentos con la resurrección de hámsteres congelados.
Cuando abandonó la Academia, en 1964, tenía poco más de 45 años. Ya había participado de investigaciones en la NASA sobre la composición bioquímica de las atmósferas de Venus y Marte. Y es posible que allí naciera el sustento de la Hipótesis. Trabajaba por entonces en el Jet Propulsión Laboratory, (algo así como el Laboratorio de Propulsión a Chorro). Ahí formuló una pregunta muy simple: ¿cuáles serían las condiciones atmosféricas para que hubiese vida en Venus o en Marte? La respuesta pareció encontrarla midiendo la composición de la atmósfera de la Tierra y comparándola con las de los otros planetas. Descubrió que la atmósfera terrestre tiene un profundo desequilibrio termodinámico. Y, según su visión, ese desequilibrio posibilita la vida. “El metano y el oxígeno coexisten en proporciones y magnitudes que están lejos de lo que la termodinámica consideraría un equilibrio. Y esto sucede como consecuencia de la influencia de los seres vivos en su entorno planetario, al producir de manera constante de metano y oxígeno”, escribió.
Ya en su casa en Bowerchalke, en la campiña de Salisbury, al suroeste de Londres, su vida literalmente se ocultó en la niebla. Sus hijos le ayudaban a medir la densidad de la neblina. Desarrolló un aparato capaz de cuantificar por primera vez la presencia de clorofluorocarbonos (CFC) en el aire. Creía que la densidad de esa niebla del sur se debía a la acción del hombre. Y no se equivocó: 30 años después, el uso de esos CFC en aerosoles se prohibiría.
En 1995, Franklin Rowland y Mario Molina recibieron el Premio Nobel. Siguieron el camino de Lovelock y descubrieron que los CFC causaban la desaparición de la capa de ozono.
“En la diamantina bruma de la playa algo oscuro andaba a tientas”, escribe William Golding en su novela “El Señor de las Moscas”, escrita en la década del 50. Diez años más tarde, Golding caminaba junto a Lovelock; entonces éste le comento: “tengo la sospecha de que la Tierra se comporta como un gigantesco ser vivo”. Golding hizo silencio. Luego respondió: “es una gran idea. Tenemos que encontrarle un buen nombre”.
Hipótesis de Gaia, fue ese nombre. Rememoraba a la diosa primera, Gea, Madre Tierra, en la mitología griega. La misma que dejándose amar por Urano (el cielo), dio lugar a la vida.
Golding recibió el premio Nobel de Literatura en 1983. A esa altura la Hipótesis de Gaia había revolucionado el mundo científico y, a su vez, había sido criticada ferozmente.
“Lovelock ideó una metáfora sencilla. Si la biosfera era capaz de regular la temperatura terrestre mediante una serie de ciclos de retroalimentación, al igual que lo hacen los seres vivos en sus cuerpos, entonces hablar del concepto de la Tierra como un sistema autorregulado, usando la metáfora de un sistema vivo, podría contribuir a favorecer la comprensión del concepto. Este fue uno de los factores que más incomodaron a algunos biólogos neodarwinistas, como Ford Doolittle y Richard Dawkins”, escribe Daniel Garduño Díaz en un artículo publicado en la Revista Elementos, de la Universidad Autónoma de Puebla, en México, en 2017.
La Hipótesis de Gaia derivó luego en el diseño de un modelo autorregulado llamado DaisyWorld. Hoy, a sus 103 años, Lovelock vuelve a hablar de desequilibrios en el planeta: “Por un lado, nuestro sol se está calentando cada vez más. Por otro, los humanos estamos acelerando artificialmente este calentamiento por los gases de efecto invernadero. Esto es muy estúpido de nuestra parte”.
Fuera de la ciencia tradicional algunos investigadores hablan incluso de una Conciencia de Gaia. El supraorganismo autorregulado llamado Tierra tendría también una conciencia capaz de preservar la vida. Me gusta pensar que estos calores insoportable que hemos vivido en enero son parte de esa conciencia. Que usamos nuestra piel para no quemar la de los conejos. Y preservar, por millones de años, los pétalos de las margaritas.