Los mecanismos de duplicación humana avanzaron tanto que fue posible interpolar material biológico para replicar características de personajes históricos y concentrarlas en nuevos individuos, algunos inseminados, otros cultivados in vitro. Hablamos de un tiempo muy posterior al capitalismo, en el que las patentes fluyen de nación en nación, contribuyendo a que la evolución sea patrimonio universal. Así, uniendo células de diferentes personajes, la humanidad diseñó semidioses capaces de sorprenderla más allá del fiasco que resultó en el pasado la Inteligencia Artificial.
Estados unidos unificó a sus nadadores olímpicos en un individuo veloz como los peces, mientras Kenia, mezclando a sus maratonistas históricos, obtuvo un hombre que podía pasar 24 horas corriendo.
En nuestro país el monopolio de la tecnología lo tenía el Ministerio de Ciencia, un formato estatal que en el resto del mundo había caducado, como también caducara el individualismo liberal. Su éxito fue extractar futbolistas para crear un acróbata del mediocampo. Pero ya nadie le prestaba atención al fútbol.
Finalizado el entusiasmo por los ídolos deportivos, el público apuntó a la literatura, un arte cuyo interés floreció después del holocausto nuclear que diezmara al hemisferio norte. Pero la mezcla genética de escritores no dio resultados por encima de una conciencia promedio. Algún motivo entrópico impedía superponer la genialidad mental como sí lo había hecho con las aptitudes físicas.
Las Universidades sugirieron un proceso que consistió en mapear cerebralmente a personajes de los cuales subsistían rastros genéticos, y extraer la materia donde residiera una única traza de su personalidad. Ya no se iba a transferir la información completa del individuo sino uno o varios ejes de su estructura mental. Claro que en cada molécula estaba presente el todo, eso lo sabían los científicos, pero de esta manera, y por motivos aún no explorados, se minimizaban las inconsistencias. La construcción del nuevo escritor, así planteada, sería análoga a los procesos de la química orgánica, donde se busca alargar tanto como sea posible una cadena de moléculas sin que ésta colapse.
Con la nueva técnica Alemania, Francia, España, Rusia, e Inglaterra se pusieron a buscar entre sus escombros radioactivos material genético de Hesse, de Mann, de Gunter Grass, de Cervantes, Quevedo, Faulkner, Sartre, Flaubert, Tolstoi, Dostoievsky.
Otra sugerencia de las Universidades fue que las mezclas de material no se realizaran intentando sumatorias de talento sino que se siguieran criterios alternativos. Solo funcionaba la prueba y el error.
Sirva como ejemplo el problema de Chile. Los trasandinos tenían expectativa en Parra, Mistral, y Neruda, sin embargo la combinación se caía por interferencias entrópicas. Mezclando a dos cualesquiera la unión funcionaba, pero a cuál dejaban de lado. En caso de elegir a los tres, qué ejes de cada uno maximizaban el resultado del conjunto. Era una cuestión matemática antes que literaria, un sistema de ecuaciones con tantas filas como escritores y tantas columnas como ejes de la personalidad de cada uno de ellos.
El juego mundial quedaba planteado de la siguiente manera: todos los países manejaban la misma tecnología de mapeo y extracción. El problema era ahora encontrar un criterio de juicio de la materia. Esto abría la posibilidad de que países con pocos escritores pudieran condensarlos en un ensamble más funcional que otro con mayor cantidad. Era el caso de Paraguay, que buscaba con urgencia a alguien digno de combinarse con Roa Bastos (la clonación individual estaba prohibida).
La epopeya del héroe literario hizo eco en el Ministerio de Ciencia. El gobierno consideró que Argentina tenía potencial para ocupar una vanguardia. Estaba claro que quien ganara merecería el premio Nobel, que luego del verano termonuclear ya no estaba en manos de la Academia Sueca sino del Banco Mundial.
Con tal objetivo se armó en Argentina la mesa interdisciplinaria más importante desde la CONADEP. La Mesa Decisora era la empresa más importante que emprendía el país desde la guerra civil y diáspora del siglo XXI.
En una conclusión que resulta difícil de comprender incluso para los narradores omniscientes, los psicólogos de la Mesa Decisora explicaron que la genialidad arraigaba a la sombra de los defectos, entonces allí buscarían la virtud. Los estudiosos de la Literatura apelaron, tras lo cual se les explicó que no se referían a defectos técnicos sino genéricos. Incluso por definición serían más bien particularidades. El argumento más simple a favor de este criterio era que los defectos difícilmente se repetían, a diferencia de las virtudes, que suelen ser búsquedas comunes, cuando no plagios. Sin duda había criterios más objetivos, pero desde ciencias sociales pensaron que darle esquema o aleatoriedad a la búsqueda quitaba el componente del error humano, para ellos indispensable.
Cuando el tema adquirió interés nacional muchos sectores quisieron imponer a sus referentes (desconociendo que la selección se haría en base a defectos). Así los nacionalistas propusieron a Hugo Wast, los oligarcas a Mujica Láinez, los anarquistas a José Ingenieros, los semiólogos a Macedonio Fernández, los jujeños a Tizón, los conservadores a Guiraldes, los comunistas a Cortázar o Gelman, los peronistas a Viñas, Marechal, o Eloy Martínez. (Nota: las asociaciones de éste párrafo corren estrictamente por cuenta de sus autores).
Un principio impuesto por el statu quo religioso, que desde los cataclismos atómicos fue manejado por una autoridad islámica, fue la prohibición de clonar suicidas. Desde La Meca decretaron que nadie que acabara adrede con su vida merecía una resurrección. Así quedaron fuera del proceso Storni, Lugones, y Pizarnik (Horacio Quiroga estaba enrolado como uruguayo), pero también se quitaron del camino rivales como Hemingway, Pavese, Salgari, o Celan. Un caso paradigmático fue el de Sábato, cuya genética se comportaba igual que la de un suicida.
Los muertos prematuramente como Arlt estaban exceptuados de la prohibición religiosa pero su materia era inestable y se derrumbaba antes de adherirse a la cadena. Perdíamos a un gran exponente y el mundo descartaba a Maupassant, Chejov, Bronte, Poe, Lorca, Mansfield, y O´Connor.
En nuestro país fue imposible conseguir materia de Sarmiento, Echague, Mansilla, y Cané. Y por cuestiones del péndulo histórico nadie tuvo en cuenta a Hernández, cuya obra se consideraba opuesta a las verdades del gran profeta.
El ímpetu inicial llevó a los científicos a adquirir restos de Borges en la Kodama Foundation. Pero al manipular las células descubrieron que era imposible aplicar la reunificación pues los ejes presentaban defectos entrópicos en todas las direcciones posibles. En lo que algunos consideraron una infamia, analizaron el material buscando el mayor defecto de Borges, que fue su apoyo al gobierno militar de 1976. Como era de esperar, encontraron un rastro laberíntico que terminaba allí donde había empezado.
Tras el fracaso de Borges husmearon en Cortázar su conocimiento en boxeo, un deporte considerado inmoral, no tanto por su violencia sino por lo impúdicamente mercantilizado. Después se analizó a Abelardo Castillo. Escanearon su pasado alcohólico, pero aparecieron objeciones y se optó por algo más amigable, la dificultad para despertarse temprano. Se ubicó en el espectro de su árbol genético el punto donde residía su odio por madrugar y se lo extrajo con una punción, esperando que la materia trasplantada se llevara consigo partículas de creatividad.
La Mesa excluyó a Aira porque lo que para un equipo era una virtud, para otro era un defecto, con lo cual se temió que su material provocara espacios vacíos similares a los que ocurrieron en Perú cuando combinaron a Vargas Llosa con César Vallejo. La decisión generó manifestaciones de protesta a las que concurrieron principalmente editores.
Metida y chusma, esos fueron los matices que se utilizaron para escanear el mapa cerebral de Uhart. A Piglia le extrajeron el eje psíquico de la solemnidad, mientras hicieron todo lo opuesto con Soriano, de quien rescataron como defecto una presunta aceptación del rédito económico. A Victoria Ocampo le seccionaron su predilección por ciertas fábulas inglesas y francesas, en particular la de Lawrence de Arabia. De Bayer se extrajo su ascendencia germana. A Puig le escanearon la exigencia por la literalidad y el haber trabajado en una aerolínea. De Walsh se extrajo el conocimiento en el arte de los explosivos (al menos el de cómo y dónde colocarlos).
A Saer la Mesa Decisora no le encontró mayor defecto que el de ser santafesino (podría haber sido la insistencia por el latiguillo “es decir”), lo cual impidió que otros escritores de esa tierra se incluyeran en la cadena. Afuera quedaron Gudiño Kieffer, Bellessi, y Devetach.
A Girondo le extrajeron la veta de pintor, a Gelman la pasión futbolera por Atlanta, a Heker su precocidad. En Silvina escanearon el parentesco con Victoria y en Iparraguirre el amor por Castillo. En Giardinelli descubrieron tal exceso de defectos que prefirieron inocularlo por una virtud, su conocimiento sobre el policial negro.
La Mesa Decisora empezó a recibir halagos porque su criterio (que aún era secreto) le había permitido mezclar más individualidades que cualquier otro país. De repente podía competir no solo con la Europa mutilada sino con Estados Unidos y México, países que sobrevivieron a las explosiones y tenían escritores supremos.
De hecho México se encaminaba al éxito gracias a lo que la ciencia denominó un componente multiplicador, es decir un ingrediente que reforzaba la sinergia del conjunto. Era nada menos que Rulfo. Su genialidad tan escueta y silencio posterior concentraban éxito sin restringir espacio para otros escritores. Era una individualidad casi infinitesimal y con ponderación extrema. Rulfo era el primer caso que revertía la ley de rendimientos marginales decrecientes de una cadena. Esto abrió un breve período de expectativa global. Era esperable que en otras combinaciones aparecieran efectos similares.
Entonces Estados Unidos sufrió un descalabro en su cadena sintética por incluir a sus autores sureños, en lo que a la vista de los microscopios pareció una guerra de secesión, pero esta vez genética. Y en México la opinión académica no pudo asimilar el rechazo a Octavio Paz por defectos entrópicos. Se produjeron disturbios en marchas de desagravio que fueron reprimidas por la policía militar en las mismas plazas donde otrora el poeta diera sus recitales.
A esa altura los ingleses, rusos, franceses e italianos se dieron por vencidos porque la radiación había borrado todo retazo orgánico de sus próceres. En Japón los tsunamis se repartieron los restos de Kawabata, Akutagawa, y Oé. Sudáfrica, que había asomado como competidor, sucumbió a sus conflictos étnicos de siempre. Mientras tanto Chile seguía experimentando con sus tres colosos, en un empecinamiento que hubiera hecho reír como a un niño a Skármeta y dar una larga pitada de su cigarro a Bolaño.
Así hasta que el laboratorio del Ministerio de Ciencia descubrió el ingrediente inesperado que vitalizó a su cadena y el mundo supo que la competencia estaba pronta a definirse. Tal ingrediente fueron las células de Bioy. Y su defecto escogido, el de partenaire.
Claro que el autor de La Invención de Morel merecía por talento un lugar en la integración, pero su eje trasplantado contenía el éxito de una combinación compleja. Por algún motivo sobre el cual nada se puede asegurar, la vocación de segundón de Bioy, ocurrida por conveniencia y ubicuidad al mismo tiempo, orientó a las células de la cadena en un entrecruzamiento que inhibió los excesos individuales y al mismo tiempo garantizó nuevos enlaces. Su inclusión permitió alargar la serie sumando escritores de los siglos XXI y XXII cuyos nombres este narrador no puede citar por cuestiones legales.
En 2349 el Banco Mundial premió con el Nobel de Literatura a la Post-República Argentina por la cantidad de voluntades condensadas en un solo clon, aunque sin haber leído ni una sola palabra del escritor sintético, cuyo discurso en el evento fue apenas aceptable. Se sospecha que aquella institución eligió a nuestro país para descontarse del premio parte de una antigua deuda. Publicadas las primeras obras quedó a la vista que había clones superiores. El cubano era delicioso, lo mismo el portugués o la uruguaya. Y no es que el elegido fuera malo, sino más bien confuso, acomodaticio a veces, atribulado otras. Seguramente con el tiempo se afianzaría y, de persistir el financiamiento, vendrían frutos que justificarían el premio.
Este narrador prefiere incluso la obra del mexicano antes que la del argentino. Pero es algo subjetivo. Lo innegable es la influencia que en ambos tuvieron respectivamente Octavio Paz y Borges, por más que sus ADN combatieran biológicamente las células de ambos patriarcas.
Fernando Montes de Oca
(Buenos Aires, 1977) pero aprendió a leer y escribir algunos años después en San Javier, Misiones. Es técnico mecánico y mecánico electricista universitario. Ganó los premios “Matices del Cuento” (1999) de la revista Matices, “Primero Concurso de Ficción Científica” del diario Hoy Día Córdoba (2007), y “Escritores de Ciencia” (2011) del Ministerio de Ciencia y Tecnología de Córdoba. En 2006 integró la antología de jóvenes escritores “Es lo que hay”. En 2018 publicó su primer libro, Hombre Lobo (Editorial Recovecos).
Escritor que combina con destreza los conocimientos técnicos con la inventiva más disparatada sin perder verosimilitud, Montes de Oca nos obsequia en este relato una sátira distópica sobre el chauvinismo, las modas culturales, los comités literarios y la fe ciega en la ingeniería genética que haría reír por igual a Jonathan Swift como a Philip K. Dick.